La casta transitológica

Parte sustantiva de la referida casta transitológica, después de gestionar y profitar del modelo por un largo periodo de 30 años, obligada por las circunstancias históricas desatadas el 18 de octubre de 2019, se transforma a partir de ese instante –presa del pánico– en un sector conservador que se niega a abandonar la institucionalidad político/jurídica instalada en 1980, en un contexto autoritario y de evidente restricción de las libertades públicas.

Por Wari

05/07/2022

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Por Antonio Almendras Gallardo

Corría 1989, la Concertación de Partidos por el NO había ganado el plebiscito de octubre de 1988 convocando a una sólida mayoría ciudadana; era inminente su triunfo electoral en las elecciones presidenciales que se aproximaban (diciembre de 1989), previo a ese hito electoral se consuma el primer encuentro con intereses comunes entre los cuadros civiles de la dictadura civil/militar que vivía sus últimos meses en el poder y la novel dirigencia concertacionista integrada por los viejos políticos profesionales/dirigentes de partidos (muchos recientemente retornados del exilio), tecnócratas y technopols[1]; en esas conversaciones de palacio y en las sucesivas se negocia un paquete de reformas a la Constitución de 1980 que en la práctica implicaban su reconocimiento como el rayado de cancha –“camisa de fuerza”- en la que se desplegaría la transición política. De esas negociaciones nace el compromiso de mantener la arquitectura del modelo económico neoliberal[2], la impresentable impunidad para el General Pinochet, el proceso de desmovilización/desactivación de los movimientos sociales y la “neutralización” de los grupos de izquierda radical que rechazaron el plebiscito y el dispositivo transicional que diseñaban y ejecutaban los emergentes partidos del orden. A ese selecto grupo de profesionales, muchos de ellos con experticia tecnocrática y otros con vasta experiencia política, le llamaré, de ahora en adelante, la casta transitológica.

Por casta transitológica entiendo aquellos que disponen de capital político oligárquico, conducente a cargos nacionales de los partidos y que desembocan en la figura del político profesional, que tiende a ocupar posiciones dominantes en el poder ejecutivo (ministros de Estado/ subsecretarios), en el legislativo (diputados y/o senadores) o en ambos, para permanecer de modo prolongado en alguna de ellas. El capital político oligárquico que detentan les permite crear, ingresar o formar parte de redes informales de poder mediante el cultivo de amistades, y eventualmente a través de estrategias matrimoniales, y, desde luego, a beneficiarse de formas heredadas de transmisión de capital político o social.[3]

Parte sustantiva de la referida casta transitológica, después de gestionar y profitar del modelo por un largo periodo de 30 años, obligada por las circunstancias históricas desatadas el 18 de octubre de 2019, se transforma a partir de ese instante –presa del pánico– en un sector conservador que se niega a abandonar la institucionalidad político/jurídica instalada en 1980, en un contexto autoritario y de evidente restricción de las libertades públicas. Desde aquel octubre comienza a perder progresivamente las riendas del poder, por primera vez desde aquel plebiscito del 5 de octubre tiene que competir en la arena política con fuerzas sociales antagónicas, que van desde los concertacionistas desencantados/descolgados, hasta pequeños grupos inorgánicos de la izquierda radical, pasando por sectores socialdemócratas, movimientos sociales y grupos identitarios que vienen alzando su voz -a pesar de ser permanentemente desoídos durante la transición- desde comienzos del siglo en curso. Todos estos grupos, movimientos y partidos de modo inorgánico y no lo suficientemente concertados comienzan a desafiar su control -hasta entonces indisputado- de los resortes del poder y de la autoridad política cada vez más deslegitimada, sobre todo a partir del maridaje dinero/política[4] que evidenció entre otras aristas, la captura de la casta transitológica por los grupos económicos que financiaban maliciosamente sus campañas y todo para gestionar un modelo neoliberal depredador de la vida, la naturaleza y los territorios; las “zonas de sacrificio”[5] son un dramático síntoma de la estrategia de crecimiento y “desarrollo” que ha prevalecido en Chile desde la implantación del modelo.

Extrapolando la fórmula hobbesiana, la casta transitológica (duopolio) y no la soberanía popular –como en todo régimen democrático- elaboraba las leyes y administraba las reglas del juego. El espacio público inundado por voces plebeyas, post octubre de 2019, revierte lisa y llanamente el orden: la voluntad general y no la casta elaboran la Carta Magna. Y esa voluntad mayoritaria (80%) viene del exterior, es exógena y de abajo: es la fuerza de la crítica que expresa, ahora públicamente, la instancia disruptiva y con ánimo reformista que las reglas del juego deben cambiar, lo que hasta entonces estaba neutralizada/maniatada en el ámbito público por la esfera privada.

La capacidad representativa de la política a medida que avanzó la transición se vio horadada y quedó reducida a administrar los consensos impuestos por la casta transitológica. Se consolidó un régimen de prescindencia estatal en el procesamiento de los conflictos sociales, que responde a la decisión de no restaurar las anteriores formas de Estado, particularmente la forma Estado de compromiso y sus equilibrios entre fracciones de clase según la determinación que subyace en el pacto de la transición. De este modo, la modalidad de dominio que se instaló no apostó a un Estado que promoviera, administrara y gestionara un pacto social, sino más bien a mantener, bajo el eufemismo de la “gobernabilidad democrática”, la desarticulación popular heredada de la etapa dictatorial.

Dicho modo de procesar los conflictos se prolongó más allá de la capacidad de contención de los mismos, sobre todo por la falta de voluntad política para vehiculizar las demandas ciudadanas y la obstrucción a toda reforma sustantiva al sistema político/ económico y social con todos los dispositivos institucionales aliados de la transición (leyes de quórums calificados, Tribunal Constitucional, sistema electoral binominal, concentración de la propiedad de los medios de comunicación tradicionales, desmovilización del campo popular, etc.). La revuelta del 18 de octubre los sorprende: “Cabros, esto no prendió”; “No lo vimos venir”; más todavía, el propio Presidente de la República de aquel entonces comía pizza con sus nietos, en un gesto que fue interpretado como indolente, un desaire incluso para quienes lo habían votado como primer mandatario. El 18 de octubre fue, qué duda cabe, un punto de inflexión para la casta. Se le vino la noche, el proceso abierto a partir del estallido le significó “entregar” la constitución de Pinochet, reformada por Lagos, iniciándose las negociaciones para convocar a plebiscito, en el cual la ciudadanía se manifestó abiertamente partidaria (80%) de una nueva constitución. En ese contexto y a propósito del plebiscito de salida ad portas, la casta política transitológica ha puesto en circulación un relato saturado de mentiras, odio y cinismo, ultra ideologizando su mirada y abandonado sus algunas veces perspectivas republicanas. Su sentido se agota en su insistente repetición del atávico relato anticomunista provinciano, ineficaz y trasnochado. La senadora Ximena Rincón, por ejemplo, manifestó: “La constitución de Barraza (constituyente PC) está siendo más cerrada que la que rige hoy”, evidenciando su sesgo ideológico para referirse al proceso constituyente donde los convencionales del PC no llegaban a la decena -de un total de 154–, y las opiniones menos destempladas destacan que el constituyente Barraza fue un “gran negociador” evidenciando un tremendo pragmatismo político a la hora de construir acuerdos que permitieran correr los cercos del actual sistema político institucional que consagra una democracia de baja intensidad.

De este modo, la casta transitológica aparece más apegada a un contexto ideológico en tiempos de la “guerra fría” y no se hace cargo de las perspectivas identitarias que se arrastran desde comienzos de la nueva centuria. A falta de ideas y de un proyecto país, se encuentra al borde del ataque de nervios. Es rutinario su apelación a una indignación infatúa, que no logra sintonizar con el malestar de la “gente de a pie”. Y lo que resulta irredargüible es la falta de contenidos y la ausencia de un debate político sustantivo para, por ejemplo, defender sus propias ideas.

La casta transitológica se encuentra en un impasse, un punto de inflexión, está perdiendo la batalla por el sentido del presente histórico, desde el comienzo del estallido social está “grogui”, aturdida, muchos de sus lideres quedaron fuera de combate (Sebastián Piñera, Joaquín Lavín, Jacqueline van Rysselberghe, Ena von Baer, Pablo Longueira, Andrés Chadwick, Andrés Allamand, Ignacio Walker, Soledad Alvear, Gutenberg Martínez, Mariana Aylwin, Fulvio Rossi, Pepe Auth, entre otros), sin ideas, y, con muchos recursos financieros, copa los medios informativos formales e inunda las redes sociales con mensajes carentes de veracidad (bots[6] y haters[7]) y con personalidades que la opinión pública ya no valora, insistiendo una y otra vez que “ahora sí” el texto que se negaron a reformar (Constitución de 1980) es reformable.

El problema radica en el hecho que la propaganda y la deformación de la realidad no solo movilizan, sino que también constituyen y construyen una verdad paralela al proceso constituyente. Su afán destituyente linda en la sedición y la aleja de toda salida republicana. La “tercera vía” no es creíble y ningún político “sensato” le ha dado verosimilitud. De suerte tal que presa del pánico ante las fuerzas de la historia está inundada de la sensación de peligro o fatalidad inminente.

La transición iniciada en octubre de 1988 fue diseñada y ejecutada con mucha eficacia -teniendo a su haber altas tasas de crecimiento de la economía, particularmente en el periodo 1988 a 1997- y capacidad de resolución, pero fue un pacto desde arriba, intra-elites, que ha sido la costumbre histórica en nuestra historia nacional; se trata de un proceso político parecido a los pactos consociativos para negociar, vehiculizar y contener ciclos previos de violencia -Jornadas de protestas sociales 1983 a 1986– para dar garantías de gobernabilidad desde arriba, en etapas de postconflicto. Hoy, por el contrario, asistimos a un proceso de deliberación como nunca antes en la historia de Chile, que le entrega el protagonismo y las riendas del poder a sectores sociales diversos; ahí tienen cabida viejas y nuevas organizaciones políticas, movimientos sociales, grupos identitarios, pueblos originarios, relato feminista, líderes y lideresas territoriales, generándose condiciones de posibilidad para un proceso de deliberación y profundización democrática desde abajo. A ese proceso, en el que la casta transitológica ha tenido una participación marginal, se procede a denostarlo, se le atribuyen particularidades que le son ajenas: “inexpertos”, “texto desordenado”, “maximalista”, “no construye la casa de todos”, etc.; en circunstancias que nos hallamos ad-portas a que se plasme y se inicie un ciclo histórico que, con nuevas reglas del juego –nueva constitución mediante– profundice el juego democrático desde abajo, desde las regiones; paritario, con iniciativas populares de ley y con el reconocimiento constitucional de la plurinacionalidad. Pues bien, tal como asevera el tío Valentín: “Una constitución tan verdadera como ésta, primera vez en la historia del país, naturalmente no exenta de errores, pero por primera vez una consulta ciudadana, no hecha entre cuatro paredes, ni resguardada por fusiles, ni ametralladoras, ni tanques, ni dictadores; ésta es la constitución verdaderamente democrática”.

Por Antonio Almendras Gallardo

Magister en Ciencia Política

NOTAS

[1] Neologismo originalmente acuñado por John Williamsom, “In Search of a Manual for Technopols”, John Williamsom (ed). The Political Economy of Policy Reform. Washington, D. C. Institute for International Economics, 1994. y puesto en circulación por Jorge Domínguez (ed) Technopols. Freeing Politics and Markets in Latin America in the 1990s, University Park: Pennsylvania State University Press, 1997.

[2] Lo que Manuel Antonio Garretón años más tarde llamará: “neoliberalismo corregido, progresismo moderado”.

[3] Extrapolado a partir del interés académico generado por el artículo de Alfredo Joignant en Notables, Tecnócratas y Mandarines. Elementos de sociología de las elites en Chile (1990 – 2020). Alfredo Joignant y Pedro Guell (editores) Ediciones Universidad Diego portales. Pp 54 y 55.

[4] Caso MOP–Gate; Pentagate; SQM. Algunos ejemplos: Ximena Rincón fue presidenta de la Asociación de AFP(s), Jaime Estévez cursó un préstamo de 200 millones de dólares del BancoEstado al Banco de Chile para que comprara el Banco Edwards; Carlos Ominami recibió dinero de SQM, propiedad de Ponce Lerou; Enrique Correa se desplazó del campo socialista al “lobby” privado con su empresa Imagimaacion Consultores desde 1996. https://www.imaginaccion.cl

[5] Concepto acuñado por la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), para referirse a sectores geográficos de alta concentración industrial, en los que se ha priorizado el establecimiento de polos industriales por sobre el bienestar de las personas y el ambiente. Son generalmente lugares de bajos ingresos, en los cuales se han instalado industrias, declarando intenciones de desarrollo, además de mejoras en las condiciones de trabajo y vida para sus habitantes. Sin embargo, sus habitantes manifiestan que la contaminación ha degradado su salud y bienestar, además del obvio deterioro del ecosistema marino y terrestre para el necesario desarrollo económico local.

[6] Un bot –aféresis de robot en la jerga informática- es una aplicación de software que está programada para realizar ciertas tareas repetitivas. Los social bots participan en debates en Twitter o Facebook y dan la impresión de ser usuarios humanos. En las redes sociales difunden contenidos sobre temas determinados, generalmente con el propósito de influir en la formación de la opinión pública. Por lo general, los bots de redes sociales se utilizan en el ámbito del marketing o para objetivos políticos, aunque con frecuencia es usual que difundan noticias falsas. Debido a que de esta manera influyen en la opinión pública y en los debates en internet.

[7] La palabra hater, como tal, es un sustantivo del inglés, y se puede traducir como “odiador”, o “persona que odia o que aborrece”. También se puede verter al español como “odioso” o “aborrecedor”. Su plural es haters. El término se ha popularizado con el auge del Internet para designar a aquellos individuos que, para expresarse sobre cualquier tema, se valen de la burla, la ironía, la ofensa y el humor negro. Sus ámbitos favoritos son las redes sociales, como Facebook y Twitter, pero también se los puede hallar en sitios como tumblr, blogs, salas de chat o foros de discusión.

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