La mentira del perdón

El perdón es algo que encierra un poder inexcusable

Por Wari

22/10/2013

Publicado en

Columnas

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Por Carlos Ortega

El perdón es algo que encierra un poder inexcusable. Tiene inmenso poder el que perdona; tiene innegable poder el que lo pide. Aquel que perdona puede también no hacerla; está en su criterio el que opte por una u otra posibilidad. Es decir, perdonar o no perdonar es una opción. Quien puede optar es alguien, de alguna manera, libre. Pero aquí lo es de alguna manera porque, mal que mal, su opción depende del Otro que está allí para recordarle que, de no ser así, aquella no puede en ningún modo ejercerse. Y es aquí donde reside el poder de aquel que pide perdón, porque éste no existe si no hay algo o alguien que pide ser perdonado.

El poder del primero se ejerce también en el castigo terrible que significa la posibilidad de no perdonar a aquel que lo pide porque, sencillamente, aquello por lo cual se pide perdón no puede ser perdonado y se es, por esto, arrojado para siempre a las llamas del infierno. El poder del segundo se ejerce allí donde se ve la ficción del poder del primero: el no perdonar implica arrogarse una función superior que tiene mucho de soberbia y bastante de equivocación, porque un cristiano u otro religioso que no perdona olvida que su Dios es el único que tiene, en última instancia, ese privilegio porque El sí que es superior y nunca se equivoca (¡Dios nos libre de un dios imperfecto!).

El perdón, su ejercicio, el verdadero mito que se teje a su alrededor, es una concepción eminentemente cristiana, o, mejor aún, judeocristiana. Tiene que ver con la culpa, con el resentimiento y con la mala conciencia. Cuestiones, todas ellas, que hacen de la vida algo invivible o algo, incluso, condenable. Porque la invención de la culpa tiene que ver con una deuda permanente: ¿qué mejor para poder dominar, manipular y seguir estafando que esa permanencia? Sin la culpa una parte importantísima del edificio sacerdotal del Poder se viene abajo. Pero está también el resentimiento, que tiene que ver con la memoria como reacción. Nietzsche (Genealogía) caracterizaba al hombre del resentimiento como alguien cuya conciencia está invadida de trazas, de huellas, pero en el sentido de un perro, que no reacciona más que por ellas; tiene que ver con un deseo de venganza, está íntimamente ligado al odio -el fondo de su alma está también lleno de deudas. Y en ese sentido, la figura de la mala conciencia es la interiorización de ese odio, es la culpa y el deseo de venganza vueltos contra sí mismo, o incluso, como dice Nietzsche: «[cuando] el sufrimiento, la enfermedad, la fealdad, el daño voluntario, la mutilación, las mortificaciones, el sacrificio de sí mismo se buscan como un goce».

Sin culpa genérica no hay deuda permanente. Sin deuda permanente no hay mala conciencia ni tampoco resentimiento. Sin culpa genérica la vida no es sólo digna de vivirse sino que además es una afirmación permanente, lo cual le quita sentido a cualquier huella que la niegue como tal, cualquier traza que alimente el odio y la venganza. El malentendido radica en otorgar a esas fuerzas reactivas un valor ejemplar que no tienen. Si el dolor y el sufrimiento existen, es porque forman parte de la vida y no al revés; porque pueden transformarse en otra cosa, en un más a través de la pura afirmación y confirmación de lo que son -como fuerzas que pueden ser desviadas en términos positivos. Por el contrario, hacer de la vida un templo del dolor y del sufrimiento, creer que «las cosas serán siempre así» y asumir «el fardo de la existencia» como una fatalidad que sólo puede revertirse en la venganza o soportarse en el odio, es contribuir al ensalzamiento de una «cultura de la muerte» dándole, de paso, la razón a todos aquellos que, como Millán Astray -«¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!», decía, impotente, este general franquista, frente a Miguel de Unamuno en plena Guerra Civil Española-, hacen de la muerte no una parte de la vida, sino que una contrapartida para vengarse de esta última y seguir ejerciendo un poder que sólo tienen gracias a eso. El perdón es una ficción que estos personajes manipulan a su antojo: para seguir en la impunidad sin problemas morales, para eliminar al otro sin consecuencias posteriores, para seguir siendo los adalides de la arbitrariedad sin que se les arrugue un solo músculo de la cara.

Así, el perdón permite la coexistencia y la perennidad de las instituciones. El perdón recuerda que «si las cosas son así», la venganza y el odio pueden evitarse gracias a él. Para eso el perdón enseña también el ejercicio de! Poder en su más mínima expresión, primero, y en su máxima, después.

Pero las deudas igual se acumulan, los odios se ejercen y los deseos de venganza se acarician secretamente. Y aunque parezca extraño, la figura del perdón es la que más estimula todo aquello: toda deuda puede ser perdonada; el odio aparece también en quien no fue perdonado y sigue en el que no pudo perdonar; el deseo de venganza se cuela en las rendijas que el perdón y el no perdón no alcanzaron a tapar. El poder que dador y demandante de perdón tienen en sus manos se transforma, así, en algo diabólico: es imposible salir del círculo con integridad. Aquello que necesitó el perdón es, en verdad, imperdonable, porque la memoria ha sido educada de tal manera que el olvido se concibe como un ultraje o como un perdón imperfecto, porque como dice Nietzsche: «[no] llegamos a desembarazamos de nada; no llegamos a arrojar nada de nosotros. Todo hiere. Los hombres y las cosas se aproximan indiscretamente; todos los acontecimientos dejan huella; el recuerdo es una llama purulenta».

Por esta razón es también imposible la reconciliación. No somos dioses. Cuando una pareja se ha dicho de todo y de la peor manera, al no separarse (porque la familia, porque los hijos, porque los amigos, porque los años de vida en común, porque la casa que tanto costó) transforma las vidas de ambos en un infierno, a veces evidente o -lo que es peor- a veces contenido, subterráneo. Pero luego desoyen los inútiles consejos de quienes no están involucrados en ese infierno y se separan. Si todo quedara allí, tal vez ambos protagonistas rehacerían sus vidas de otra manera, con otros contenidos -un «borrón y cuenta nueva». Pero el bichito de la reconciliación, traído a cuenta por interlocutores llenos de buenas intenciones y que creen en el perdón como creen en las Instituciones, se cuela en el primer descuido y la pareja «se reconcilia». Lamentablemente las deudas acumuladas no tardan en aparecer, lo que se había reprimido durante tanto tiempo termina por explotar, las culpas y recriminaciones se hacen pan de cada día, el infierno del que se huyó reaparece en versión aumentada. Y lo que pudo quedar como una memoria afirmativa, vital, en la cual el olvido actúa como fuerza regeneradora y de superación, queda como «llama purulenta» -como frustración, como amargura, como fracaso. La vida, así, de esa manera, es apenas una caricatura, un puro desencuentro.

En términos colectivos, sociales, el encuentro sólo es posible en el reconocimiento del Otro como lo heterogéneo y lo irreductible. Allí ya no sería necesario el perdón, ni como demanda ni como don, por no existir las razones de su existencia (valga la redundancia). En las condiciones actuales, el perdón es una ficción estimulada y mantenida por el Poder para preservarse. Su hija, la reconciliación, un imposible que tiene mucho de consolación disfrazada de coexistencia pacífica. El litigio existe en la medida en que existe el daño y aquel no tiene solución real cuando el daño es irreparable. Tal vez la posibilidad radique, a futuro, en un desplazamiento: preferible ni pena ni miedo a ni perdón ni olvido. Porque la convivencia, el respeto del Otro como diferencia y diversidad están allí, al alcance de la mano, si tal es nuestra voluntad.

Por Cristián Vila Riquelme

(in Materias Salvajes/ códigos, desplazamientos, reverberaciones; Bravo y Allende Editores, Chile 2001)

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