La muerte de un joven cubano

Hace algunas semanas, en un foro de debate virtual, un viejo camarada escribió -en respuesta a las aseveraciones de un incisivo polemista- un contundente y claro comentario: “Yo creo que uno bien puede solidarizarse con PERSONAS, en especial cuando éstas son víctimas de determinadas prácticas(…) Creo que toda la solidaridad que practicamos tiene mucho que […]

Por Wari

25/01/2012

Publicado en

Columnas

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Hace algunas semanas, en un foro de debate virtual, un viejo camarada escribió -en respuesta a las aseveraciones de un incisivo polemista- un contundente y claro comentario:

“Yo creo que uno bien puede solidarizarse con PERSONAS, en especial cuando éstas son víctimas de determinadas prácticas(…) Creo que toda la solidaridad que practicamos tiene mucho que ver con saber poner las ideologías a un lado (en la medida en que sea esto posible) …(…) a raíz de la solidaridad (…) Y más que las ideologías, son importantes a la hora de la solidaridad las prácticas: puedo bien solidarizarme con alguien que no piensa como yo, pero me es difícil solidarizarme con alguien que piensa como yo, pero hace cosas para mí inaceptables”.

Si ahora rescato esta cita es para escribir el post más incomodo de toda mi experiencia como columnista digital.

A veces la conciencia –emplazada por imperativos categóricos- nos deja pocas opciones y este es uno de esos casos. La muerte en Santiago de Cuba del joven Wilman Villar Mendoza, tras casi dos meses en huelga de hambre, pone a cualquiera ante la disyuntiva de mirar a otra parte –permitiendo la repetición de estos hechos- o alzar la voz para denunciar la incompatibilidad de los mismos con el más elemental sentido de humanidad.

Situación que en Cuba se agrava cuando vemos que quienes más sufren y se rebelan contra el statu quo –o quienes sostienen, en silencio las múltiples formas de protesta y resistencia cotidiana- son negros, mujeres y pobres, habitantes de zonas rurales o barrios marginales, a los cuales los sambenitos de ‘pequeño burgueses’ o ‘mercenarios del Imperio’ -administrados por el discurso oficial- no parecen quedarles muy bien.

La huelga de Wilman no fue un acto ofensivo, que exigiese al Gobierno concesiones susceptibles de considerarse desmesuradas o inaceptables. No pedía modificar el régimen político ni exigía la dimisión de sus máximos dirigentes: solo se demandaba la rectificación de un apresamiento que, según diversos testimonios, tenía visos de ilegalidad y retaliación política.

Era, por tanto, un acto de autodefensa perfectamente compatible, incluso, con una bien ejercida razón de Estado. Porque sobre los estados pesa el mandato legal, político y moral de velar por la integridad física de sus detenidos, y cuando no lo hacen merecen el repudio que la comunidad internacional dispensó a Margaret Thatcher y George Bush al dejar morir, indistintamente, a presos irlandeses o combatientes afganos.

Hace casi dos años –y en circunstancias similares- murió Orlando Zapata; entonces escribí un artículo cuestionando la interpretación de asesinato que algunos daban a la inacción del gobierno cubano que acompañó el fatal desenlace.

Alegué que las complicaciones derivadas del hecho eran algo que La Habana (por elemental realismo político) habría querido evitarse y que aun cuando fuera censurable el tratamiento dado el huelguista no se trataba de un acto consciente y premeditado de las autoridades.

También repudié -como ahora hago- las cobardes campañas que buscaban rebajar la estatura moral del fallecido, presentándolo como delincuente común o débil mental.

Sin embargo, en esta ocasión, el deceso de Wilman tiene todos los visos de una “crónica de muerte anunciada”, donde la soberbia gubernamental fue directamente corresponsable del fatal desenlace. En esta ocasión, además, hubo tiempo suficiente para rectificar el fatal curso de los acontecimientos.

Durante estas semanas se conocieron reiterados pedidos a proteger su salud, liberando al joven, o trasladándolo a un hospital. Cuando hicieron lo segundo –y barajaron como opción lo primero- era tarde y el prisionero no tenía salvación.

En cuanto a la otra causa -la propia decisión del reo- aun cuando no comparto tan tajante método de lucha, comprendo que su elección es fruto de la impotencia de reivindicar derechos en un entorno de arbitrariedad institucionalizada y desamparo ciudadano. Y como nadie pone en riesgo la propia vida salvo cuando sus convicciones son claras y firmes, no queda otra opción que ofrecer mi respeto a alguien cuyos principios lo llevaron a morir por aquello que creía, aun cuando su ideología no coincida con mi propia visión del país deseado.

Se ha expresado que el occiso era un recluso común y que había tenido comportamientos violentos, los cuales habían sido provocado la atención de las autoridades. También se señala que la madre, la hermana y la suegra del disidente fallecido son partidarias del Gobierno, que mantienen compromisos con agentes del Misterio del Interior y que tenían conflictos con Wilmer por su postura política.

Más incluso si asumiéramos como ciertos los anteriores argumentos, creo que las sombras en la vida de cualquier persona no deben bastar para emitir un juicio público e inapelable, sobre todo cuando el aludido no puede defenderse.

En un país donde la ilegalidad es práctica común y generalizada y donde las crónicas de nuestras luchas pasadas hablan de la coexistencia de miserias cotidianas y actos excelsos -propios del alma humana- en la vida en campaña, valdría la pena recordar aquellas estrofas de Silvio Rodríguez, cuando expresó “tomando en cuenta lo implacable que debe ser la verdad, quisiera preguntar —me urge tanto—, qué debiera decir, qué fronteras debo respetar. Si alguien roba comida y después da la vida ¿qué hacer?”

Por todo eso, como le decía esta mañana a una amiga, hay ocasiones en que uno sencillamente enmudece ante el horror inesperado, cuando las esperanzas se esfuman y la creatividad se aletarga.

Tras semanas de fructífero intercambio y promoción de miradas y propuestas de izquierda como opciones necesarias frente a la reforma/crisis del orden vigente siento que ha llegado el tiempo de hacer, momentáneamente, un alto.

No porque la razón lo dicte sino porque, simplemente, hay veces que filosofar pierde su sentido y la poesía se convierte en un lujo inasible frente a la fragilidad de la vida humana y la obscena impunidad del despotismo.

Por Armando Chaguaceda

Enero 21, 2012

Tomado de www.havanatimes.org

 

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