La papa caliente de la nueva «transición»

Si las movilizaciones de 2011 fueron la punta de lanza que rompió con la hegemonía política del modelo, la misma bola de nieve abrió espacio para que la conmemoración de los 40 años descorriera la cortina al oscuro andamiaje sobre el que se sostiene el sueño chileno de “la pacífica transición a la democracia”, circulo […]

Por seba

07/10/2013

Publicado en

Columnas

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Si las movilizaciones de 2011 fueron la punta de lanza que rompió con la hegemonía política del modelo, la misma bola de nieve abrió espacio para que la conmemoración de los 40 años descorriera la cortina al oscuro andamiaje sobre el que se sostiene el sueño chileno de “la pacífica transición a la democracia”, circulo virtuoso que tiene un tercer hito en este 5 de octubre, cuando se cumplió un cuarto de siglo del plebiscito del Sí y el No.

Y es que, justo cuando pierde vigencia el cuento de hadas en que una dictadura feroz le entrega a la oposición la posibilidad de derrotarlo con un lápiz y en que ésta (con una eficaz franja publicitaria) aprovecha bien tal opción y consumado el triunfo todos viven felices para siempre, resulta plausible esperar nuevas y más sostenibles respuestas.

Si bien hay cierta coincidencia en que estamos frente al inicio de un nuevo ciclo político, su carácter y sentido no está exento de disputa, donde los intereses que antes apuntalaron la dictadura, levantaron el modelo y lo profundizaron, no están ni mucho menos fuera de combate.

Ello bien se refleja en las tensiones entre la tesis de la transición chilena y los planteamientos instalados por el movimiento social en el sentido común, que siguiendo su propio desarrollo han terminado haciendo un buen trazado histórico sobre lo que fue el Golpe, la instalación del modelo económico y el exterminio social y político indispensable para imponerlo, rematando en aquellos que aceptaron su profundización como condición para una salida y terminaron acomodándose a un status quo conocido y conveniente.

Esta disputa de hegemonía en la construcción de imaginario llevada adelante por el movimiento social en el último par de años, provoca que quienes somos asiduos a programas políticos de TV veamos con inquisidor asombro una cada vez menos apasionada defensa de lo logrado, donde con frecuencia se recurre al argumento de la negativa de la derecha a otorgar mayoría, para explicar realidades que hoy resultan impresentables e incompatibles con un país que se dice democrático, como el Penal Cordillera, como el deterioro de la educación pública o la escandalosa desigualdad, sólo como ejemplos.

En medio de esta tensión, la derecha no tiene una mirada única. Una parte recurre a instrumentos desgastados, y ya fracasados históricamente, tratando de homologar las violaciones a los derechos humanos con la lucha que dio un sector de la oposición para librarse de estos horrores.

Mientras que otros apuestan por recuperar la correlación de fuerzas perdida, lanzando cantos de sirena a los viudos de la política de los consensos, sobre la base de una lectura común del pasado y del futuro, en la que tal como en 1988, se excluyen expresamente las puntas de la madeja.

Esta oferta, que lanza Piñera en un proyecto que no es ni mucho menos individual, apunta a quienes como resultado de esta resignificación de la llamada transición, se vieron a contrapelo en medio de una vorágine transformadora asintiendo de los dientes para afuera a los sueños opiómanos de una ciudadanía empoderada de su rol, pero que miran con nostalgia los cómodos días del consenso transicional. Y estos, obvio, no solamente están en la derecha.

Con esa perspectiva, el Presidente se sitúa en el 5 de octubre original y desde allí propone un nuevo trato, instalando en primer lugar una lectura histórica de la ruptura de la democracia, que valida el empate ético frente a la dictadura: “lo que el ministro Hinzpeter dijo, si leemos con cuidado y atención sus palabras, es que todos los sectores políticos tienen fortalezas y debilidades”, acomoda el mandatario. A continuación, Piñera repone la validez del modelo político, económico y social de la transición, que ha sido el centro de los cuestionamientos ciudadanos a partir de las movilizaciones de 2011: “todos los sectores de nuestro país hicieron una enorme y valiosa contribución a una transición a la democracia, que fue muy ejemplar (…) normalmente las transiciones de regímenes militares a democráticos se producen en medio de crisis política, caos económico, violencia social; no fue ese el caso de Chile”, señala el Presidente.

Cierto es que partir del 2011 nuestro país entró en una convulsionada crisis institucional, donde el movimiento social vuelve por sus fueros, incidiendo y forzando a poner sobre la mesa al enfermo crónico en que ya se convertía nuestra “transición” y su modelo, y donde comienza a producirse el rearme orgánico de las redes ciudadanas y la convergencia.

Tan cierto como que la última palabra no está dicha, y el sueño bien puede truncarse una vez más si esta fuerza no se logra plasmar en una mayoría transformadora, así como si nos tentáramos a creer que la movilización ciudadana ya no es indispensable ni pertinente.

Por el contrario. Sea acaso aquella, la más contundente compañera de los cambios y condición sine qua non para echar andar la verdadera transición, aquella que nos lleve a la democracia real y palpable por todos y cada uno de los chilenos.

Por Dolores Cautivo
Periodista

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