¿Qué cosas pueden durar 40 años en la vida?

Seguro que muchas

Por Wari

16/10/2013

Publicado en

Columnas

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Seguro que muchas. La vergüenza puede ser una. Dicen que hay vergüenzas que te pueden sobrevivir. Uno se hace el leso, el tiempo ayuda, las ocupaciones, las tareas. Así uno cree olvidarse, cree haberla sepultado en el ayer. Pero basta que algo, aunque sea lejanamente, evoque su motivo o su ocasión y de nuevo se hará sentir, ardiente. El rencor ha de ser otra de esas cosas. No te sobrevive, porque tiende a hacerse uno contigo, a invadirte soterradamente y quedarse allí obstinado hasta que ambos desaparezcan de una vez. ¿Y qué será del odio y del amor? Dicen, también, que hay odios inmortales. Es posible que así sea. Hay quienes se ganan odios hasta ese punto. Provocan tales y tan grandes males que merecidamente concentran todo el odio de quienes, de un modo u otro, los han sufrido. Pero el odio termina minando al que odia: lo hace depender de aquello que se odia. Al fin puede llegar a ser puro empecinamiento, quizá hasta una manera de protegerse. Protegerse del miedo, por ejemplo, que siempre está cerca del odio, protegerse de la propia inseguridad. En todo caso, una vez que lo odiado no está presente, y su ausencia perdura, da la impresión que el odio se atenúa y probablemente llega, no diré a desaparecer del todo, sino a acallarse. Y quizá hasta se pasa. ¿Y es lo mismo con el amor? El amor puede pasarse, qué duda cabe. Puede pasarse o también cambiar, convertirse en otra cosa, por la constante cercanía, convertirse en afecto entrañable, en amistad, en confianza persistente. Pero si se piensa en la distancia, en la ausencia, en la separación incluso, puede ocurrir que no se pase, que no se convierta en otra cosa, que se haga cada vez más profundo, que crezca y se enriquezca. Y que te haga bien aun si la amada o el amado no esté, aun si ya crees que ella o él no volverá. Tiene esa gracia el amor: no te socava, te fortalece.

No tiene la gratuidad del amor, pero hay algo en la lealtad que se le parece. Es diferente, porque se es leal a principios y personas que los encarnan. Está marcada por el respeto y no por la entrega. Quien es leal mantiene autonomía, porque, cuando es leal a una persona, su lealtad depende de que esa persona sea leal al principio que encarna. Pero se parece, y mucho, en eso de la fortaleza. Te doy un ejemplo. Has leído y escuchado ¡tantas veces! las últimas palabras que pronunció el Presidente Allende esa mañana gris, a una semana de la celebración, entre malos presagios, del tercer aniversario del triunfo popular. Entre esas palabras está la palabra lealtad. Una vez para nombrar su eclipse, en el falso juramento del general rastrero. Ese eclipse se llama traición. Pero por eso mismo resulta mucho más fulgurante la palabra en la lealtad del pueblo, en la lealtad de los trabajadores hacia un hombre que interpretó sus anhelos, en la lealtad de ese hombre con la patria. Seguramente esa palabra se pronunció muchas veces en los cuarteles esa madrugada. Seguramente algunos que la pronunciaron lo hicieron con vergüenza y quizá temieron que la vergüenza los sobreviviera. Porque con ella se nombraba la traición y la obediencia ciega y el servilismo a una clase que reclamaba su brazo armado para defender sus privilegios y prerrogativas. Por eso es tan fulgurante la palabra lealtad en las palabras de Allende. Porque, precisamente en ese momento, en que se concentró y quedó como en suspenso la historia de Chile, la historia del pueblo, esa palabra sellaba un compromiso imborrable, para conservarlo vivo y exigente. En ese vertiginoso momento, la palabra lealtad resonó ―en el tranquilo metal de esa voz― como la insignia de lo que el pueblo reivindicó en tres años breves: su dignidad.

Por Pablo Oyarzún

El Ciudadano Nº146 / El Clarín Nº6.923 / Setiembre 2013

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