Retiradas…

La leyenda sobre el genio militar de Napoleón omite precisar que cada vez que los planes del general-Cónsul-Emperador fallaron como un petardo mojado, el corso puso en práctica la 1ª Lección del 1er Capítulo del Manual de Campaña: ‘Soldado que huye sirve para otra guerra’

Por Wari

05/08/2021

Publicado en

Columnas

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La leyenda sobre el genio militar de Napoleón omite precisar que cada vez que los planes del general-Cónsul-Emperador fallaron como un petardo mojado, el corso puso en práctica la 1ª Lección del 1er Capítulo del Manual de Campaña: ‘Soldado que huye sirve para otra guerra’. En esos casos Napoléon apresurábase en poner pies en polvorosa, dejando sus ejércitos al mando de algún general chusquero, no sin antes recordarle la consigna militar para casos de desastre: “Sálvese quien pueda, los hombres y las botellas primero”.

Así ocurrió en Egipto cuando recurrentes derrotas amenizadas por la peste, la sublevación de la población de El Cairo y la destrucción de la flota francesa en la bahía de Aboukir por la marina inglesa al mando de Nelson (1798), llevaron al ambicioso general Bonaparte a escaquearse de incógnito, dejándole el pastel al general Jean-Baptiste Kléber.

Viendo que la ambiciosa campaña de Egipto se transformaba en un fiasco, el 23 de agosto de 1799 el futuro Emperador hizo mutis por el Mediterráneo, embarcándose en la fragata Muiron con la sana intención de dar un golpe de Estado en París y tomar el poder. Para ello contaba con el apoyo de un grupo de banqueros, generosamente retribuidos más tarde con un monopolio financiero privado que recibió el nombre de Banque de France, que de francés tenía solo el nombre.

Kléber quedó abandonado junto a sus tropas en pleno desierto, para librar aun dos años de guerra. Probablemente recordó entonces la enseñanza de Napoléon: “La pobreza, las privaciones y la miseria son la escuela del buen soldado.” Josefina, entretanto, hacía cuantiosas fortunas vendiéndole pertrechos a los ejércitos franceses. La futura emperatriz fue conocida por su apasionada admiración de los oficiales de la Guardia Imperial, y siempre veló –personalmente– por el conocido ‘reposo del guerrero’.

Otra retirada poco gloriosa tuvo lugar en Rusia: al llegar a Moscú con su Grande Armée de más de medio millón de soldados, Napoléon descubrió que en invierno hace frío, que el Café Pushkin aun no había sido inventado, y que en el Kremlin –donde se alojó– no quedaba ni camembert ni roquefort.

Emprendió pues una retirada que dejó huella en la Historia y sobre todo decenas de miles de cadáveres en el camino. Al llegar al río Berezin, acosada por las tropas del general Kutusov, la Grande Armée hambrienta y dislocada logró construir dos pontones: menos de 50 mil hombres pudieron atravesar el río. Napoléon recordó entonces la 1ª Lección del 1er Capítulo del Manual de Campaña: dejó al mando a su cuñado, el general Murat, y tomó las de Villadiego, esta vez en trineo, pero también de incógnito.

El zar Alejandro, comprensiblemente mosqueado, le persiguió con sus tropas hasta París, en donde se comportó como un general francés cualquiera. Hizo falta todo el arte diplomático de Talleyrand en el Congreso de Viena (1815) para devolverle a Francia su libertad y sacarse a los rusos de encima.

Mientras tanto, gracias a Talleyrand, Napoléon fue encerrado principescamente en la isla de Elba, de la cual fue designado Príncipe Soberano. Como es sabido, su exilio duró pocos meses. En febrero de 1815 logró escapar, para desembarcar el 1 de marzo en el Golfo-Juan, cerca de Antibes. Desde la costa francesa del Mediterráneo regresó a París sin disparar un tiro: los franceses no apreciaban mucho la Restauración monárquica. Rápidamente reconstituyó un ejército, desatando un pánico general en Europa que llevó a la célebre batalla de Waterloo. Detalle de importancia: los banqueros ya no confiaban en el emperador y se desentendieron de sus necesidades.

En Waterloo tuvo lugar la última retirada: al término de la batalla perdida, Napoléon dejó atrás los restos de la Guardia Imperial para proteger su huida.

En los tiempos de nuestra incomparable modernidad, tan saturados de tecnología, armas electrónicas, misiles guiados por laser, bombas ‘inteligentes’, drones y satélites espías y otras virguerías guerreras, la retirada de las tropas yanquis de Afganistán pasó casi inadvertida. Sin embargo, no tiene nada que envidiarle a las retiradas napoleónicas…

La decisión de Biden y del Pentágono no fue consultada con ninguno de los ‘aliados’, que tampoco fueron informados de la inmediatez de la retirada. El 2 de julio pasado las tropas yanquis evacuaron la base aérea de Bagram, centro de operaciones militares desde hace dos décadas, y las tropas aliadas temieron quedarse abandonadas en Afganistán.

Turquía propuso garantizar la seguridad del aeropuerto de Kabul, lo que dejaría a las tropas extranjeras en manos de un ‘aliado’ molesto e incierto. Se trata del país miembro de la Otan que le compra armas a Rusia, que –después de los desastres allí causados por EEUU, Francia y Gran Bretaña– controla Libia o buena parte de Libia, y que además es un actor de primer plano en Siria, en donde los socios de la Otan ya no cuentan.

Liberados de la presencia yanqui, diferentes grupos terroristas –entre ellos Al Quaida y el Estado Islámico– se reactivaron en Afganistán, lo que motivó la preocupación de los países vecinos. Rusia envió tropas a la frontera ruso-afgana, mientras China recibe oficialmente a los representantes de los Talibanes para negociar el futuro del gobierno de Kabul, hasta hace poco bajo control estadounidense.

“Los chinos no desean disparar un solo tiro; quieren convertir a los talibanes a las virtudes del comercio y están dispuestos a apadrinar un vecino islamista, si este renuncia a toda exportación ideológica”, resumía hace un par de días un diario europeo.

Se referían a la reunión de representantes Talibanes con Wang Yi –ministro de Relaciones Exteriores de Beijing– en Tianjin, el mismo lugar en el que hace unos días Wang Yi recibió a la vice-Secretaria de Estado yanqui Wendy Sherman para conversaciones que no llegaron a nada.

Veinte años de guerra del Imperio para –al final– salir corriendo como conejo, dejando atrás un país destruido, un gobierno inviable, un ejército derrotado y sin capacidad propia de combatir a nadie. La prensa ‘occidental’ no puede sino constatar lo que llama “El frío realismo de los chinos”, olvidando que los EEUU negociaron con los Talibanes sin cumplir lo que prometieron, y partiendo, la liberación de todos los combatientes talibanes prisioneros del ejército de Kabul.

Mientras se resuelve la cuestión de saber cómo y cuando los Talibanes formarán gobierno en Kabul, las noticias son dolorosamente habituales:

“Cuatro personas murieron el martes 3 de agosto en un atentado con un vehículo-bomba y atacantes de infantería en la capital de Afganistán, en las proximidades del domicilio del ministro Afgano de Defensa, general Bismillah Mohammadi, que resultó sano y salvo. A dos horas de intervalo, dos fuertes explosiones sacudieron Kabul.”

Washington, como si nada, condenó el ataque en una declaración que no ofrece ninguna explicación de su bochornosa huida del país que hace veinte años dijo haber controlado en 24 horas.

Coincidentemente, el lunes 2 de agosto Joe Biden anunció “el fin de las misiones de combate del ejército estadounidense en Iraq. Biden no fue hasta proclamar ‘Misión cumplida’ ni mucho menos una victoria: las consecuencias de la Guerra de Iraq están a la vista.

Como en Somalia, en Libia, en Siria, en Afganistán, en Iraq, y seguramente en un futuro próximo en Yemen, en Malí y otros países del Medio Oriente y África, las fuerzas ‘occidentales’, o sea del ‘mundo libre’ (¿porqué te ríes?), se retiran dejando atrás un desastre que durará décadas y que terminará por pagar el mundo entero.

Napoléon no lo hubiese hecho mejor.

Por Luis Casado

Publicada originalmente el 4 de agosto de 2021 en Politika.

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