Vidas que valen menos que otras: legado histórico del terrorismo sionista

Más que un ejército regular, quizás Tzahal [Fuerzas de Defensa de Israel] debiera ser considerado el grupo terrorista más peligroso de Medio Oriente.

Vidas que valen menos que otras: legado histórico del terrorismo sionista

Autor: David Pavon Cuellar

El sionismo en el origen de la violencia y del terrorismo

Habiendo asesinado a cerca de cuarenta mil palestinos, los responsables del gobierno israelí aseguran que son inocentes, que los bombardeos no son culpa de ellos, que no fueron ellos quienes comenzaron esta guerra, que la violencia fue desatada por el terrorismo palestino. Cuando escuchemos algo así, que no se nos ocurra guardar silencio. Alcemos la voz y recordemos la historia.

Que no se nos olvide que el primer grupo terrorista importante de la región fue el sionista Irgún con sus numerosas acciones sangrientas entre 1931 y 1948. Estas acciones incluyeron múltiples matanzas de civiles cuyo único delito era ser musulmanes. La última gran hazaña del Irgún ocurrió en 1948, en la aldea palestina Deir Yassin, donde los paramilitares fueron casa por casa para masacrar metódicamente a los habitantes, entre ellos mujeres, niños, bebés y ancianos. Hubo más de cien muertes de acuerdo a los cálculos moderados aceptados por los historiadores israelíes.

Pocos meses antes de la matanza en Deir Yassin, el Irgún y otros grupos armados sionistas, como Palmaj Lehi, no sólo arrasaron las aldeas palestinas entre Jerusalén y Tel Aviv, sino que perpetraron varias acciones terroristas con las que de algún modo establecieron las reglas de interacción violenta en el conflicto israelí-palestino. El 12 de diciembre de 1947, veinte personas murieron por la explosión de un coche bomba instalado frente a la Puerta de Damasco en Jerusalén. El 4 de enero de 1948, en el Ayuntamiento de Jaffa, un camión con explosivos mató a quince personas más. Después hubo más de veinte muertos en el Hotel Semiramis, en Jerusalén, entre el 5 y el 6 de enero. Al día siguiente, en la Puerta de Jaffa de Jerusalén, se asesinó a 16 civiles palestinos que esperaban su autobús. Otros sesenta fueron asesinados en Sasa, en Galilea, el 15 de febrero, y siete más el 18 de febrero en el Mercado de Ramla. Poco después, en Haifa, una bomba dejó treinta cadáveres tendidos en el suelo de un garaje.

Los ataques sionistas de los primeros meses de 1948, ataques dirigidos mayoritariamente contra civiles palestinos, fueron el sangriento parto del Estado de Israel proclamado el 14 de mayo del mismo año. Es verdad que la sangre suele correr en los partos de nuevas naciones. Muchos países nacen ensangrentados, pero por lo general a causa de sus propias heridas, marcas de gestas heroicas en el curso de guerras de liberación contra metrópolis fuertes dominantes. No fue el caso de Israel, cuyo nacimiento bastante peculiar, antes de la guerra con sus vecinos, consistió sobre todo en acciones armadas contra palestinos desarmados.

El mensaje del terrorismo sionista, un mensaje demasiado claro, fue recibido y comprendido por los palestinos y primeramente por los familiares y los amigos de las víctimas de las acciones terroristas. Hay que insistir en que estas acciones marcan el principio de la historia del terrorismo en el conflicto israelí-palestino. En este conflicto, los primeros terroristas fueron los israelíes. Fueron ellos quienes les enseñaron el terrorismo a los palestinos.

Las víctimas, ¿israelíes o palestinos?

Habrá quienes objeten que los palestinos fueron los primeros que ejercieron la violencia contra civiles judíos, en 1929, cuando mataron a veinte en Safed y a 67 en Hebrón. Esto es verdad. Las dos matanzas de Safed y Hebrón, que incluso podrían ser ya categorizadas como acciones terroristas, ocurrieron en el contexto de la Sublevación de Buraq. Sin embargo, para completar la imagen del contexto y tener una visión más clara sobre lo que sucedió en él, habría que agregar, por un lado, que la violencia fue recíproca y que la sublevación produjo prácticamente el mismo número de muertes entre los musulmanes que entre los judíos, y, por otro lado, que los musulmanes se sublevaron porque los judíos violaron prohibiciones del gobierno británico relativas al acceso al Muro de las Lamentaciones, una construcción tan sagrada para el Islam como para el judaísmo.

Si dejamos de lado los imponderables factores ideológicos nacionales y religiosos, lo que observamos en 1929 es un equilibrio de fuerzas en un conflicto entre dos grupos igualmente intolerantes. Cada grupo esgrimía sus argumentos y contaba con aliados y recursos que le faltaban al otro grupo, sin que fuera fácil decidir cuál grupo tenía la razón, cuál era más fuerte y cuál más débil, quiénes eran los verdugos y quiénes las víctimas. Este equilibrio se mantuvo desde 1929 hasta 1947.

A partir de 1947, con la proclamación de Israel como país independiente, se da un desequilibrio que se ha interpretado en sentidos opuestos. En un polo, frecuentemente vinculado con la izquierda radical del espectro político, tenemos amplios movimientos colectivos de solidaridad con el pueblo palestino que lo perciben como víctima del poderío económico, político y militar del Estado de Israel. En el polo opuesto, a menudo asociado con la derecha y con las élites empresariales y gubernamentales occidentales, vemos cómo se presenta reiteradamente a los israelíes como las víctimas de los fanáticos terroristas palestinos apoyados por las naciones árabes.

¿A quiénes creer? Aun si no dispusiéramos de más elementos para decidir, tal vez nos inclinemos a confiar más en los de abajo que en los de arriba, en los militantes callejeros que en los títeres mediáticos, en los desinteresados grupos solidarios que en las empresas y los gobiernos con sus intereses bien definidos. Entre una fuente de información y la otra, quizás intuyamos cuál es la más confiable, pero no es necesario guiarnos por este criterio tan riesgoso, ya que sobran las razones y las evidencias que nos autorizan a concluir que los palestinos han sido las principales víctimas en este conflicto, lo cual, desde luego, no significa de ningún modo que hayan sido las principales víctimas en la historia o en cada coyuntura histórica particular.

Shoah y Nakba

Ya entre 1948 y 1950, ocurrió la Nakba, término árabe que significa desastre, catástrofe, igual que la palabra Shoah en hebreo. La Shoah sucedió tan sólo unos pocos años antes de la Nakba. Si las víctimas de la Nakba fueron los palestinos, las de la Shoah fueron los judíos. En cuanto a los victimarios, los de la Shoah fueron los nazis alemanes, mientras que los de la Nakba fueron los sionistas israelíes. Al recapitular todo esto, no se intenta equiparar dos catástrofes únicas e inconmensurables, sino tan sólo constatar las homologías estructurales entre Israel y Alemania, entre el sionismo y el nazismo, entre la Nakba y la Shoah, entre el pueblo palestino y el judío.

Así como los judíos fueron víctimas de los nazis en la Shoah, de igual modo los palestinos fueron víctimas de los sionistas en la Nakba. El desastre de 1948 a 1950, en efecto, fue obra principalmente de militares israelíes que profesaban el sionismo. Cuando estos militares no provenían del Irgún y de los demás grupos terroristas sionistas, es porque habían recibido posteriormente su formación y su entrenamiento con esos grupos. Tal es el caso de Moshé Dayán, quien destacará en los años 1950 y 1960 como jefe de Estado Mayor y ministro de Defensa de Israel, pero que antes, durante la Nakba, fue comandante del batallón que perpetró la Masacre de Al-Dawayima en la que fueron asesinados entre decenas y centenares de bebés, niños, ancianos y mujeres de Palestina.

La Masacre de Al-Dawayima no es más que una entre muchas otras, como las de Safsaf, Hula, Eilabun o Ein al Zeitun. Todas ellas, por haberse consumado en aldeas y contra sus habitantes indefensos, nos recuerdan famosas carnicerías nazis como las de Lídice en Checoslovaquia y Oradour-sur-Glane en Francia. Al igual que estas acciones de los nazis, las de los sionistas evidencian extremos inhumanos de bajeza, cobardía, perversión y crueldad. Estos rasgos son los más patentes y salientes de la forma en que actuaron, durante la Nakba, los terroristas sionistas convertidos en elementos regulares del Ejército Israelí. Fueron estos militares de Tzahal quienes, entre 1948 y 1950, arrasaron aproximadamente 500 poblados palestinos. Fueron también ellos los que, en el mismo lapso de tiempo, mataron a 13.000 palestinos, según los cálculos moderados, y provocaron el éxodo masivo de al menos 700.000, expulsándolos y despojándolos de sus casas, de sus tierras, de sus olivos, de sus animales, de sus muebles y de sus demás pertenencias. 

¿Cuántos palestinos por cada israelí?

Ya es hora de que nos atrevamos a reconocer abiertamente que los palestinos, desde la Nakba hasta ahora, son quienes más han perdido y sufrido en su conflicto con los israelíes. En este conflicto, las tendencias han sido claras: los victimarios tienden a ser los militares de Israel, mientras que las víctimas, de modo correlativo, suelen ser los civiles de Palestina. Tales comparaciones resultan cuestionables y deberían evitarse, pero pueden utilizarse tan sólo para contrarrestar el victimismo de la derecha sionista israelí con su revisionismo histórico en el que también coincide con el actual nazi-fascismo.

Así como debemos reafirmar insistentemente la realidad histórica del holocausto ante los revisionistas nazi-fascistas, de igual modo tenemos que insistir en recordarles a los sionistas que en la historia, desde la Nakba hasta ahora, los palestinos y no los israelíes han sido las principales víctimas del conflicto. Los palestinos y no los israelíes han sido los expulsados, los despojados, aquellos a los que se les han arrebatado masivamente sus casas, tierras y otras posesiones. Es a los palestinos y no a los israelíes a los que se les han arrasado sus pueblos y sus aldeas entre el río Jordán y el Mediterráneo. El pueblo palestino es también el que ha acumulado más y peores masacres y el que ha puesto el mayor número de muertos. La proporción ha sido, según la coyuntura, de tres, diez, treinta, cincuenta y hasta cien o doscientos civiles muertos palestinos por cada civil muerto israelí.

Tras la Nakba, el Estado de Israel ha contravenido una y otra vez no sólo el derecho internacional, sino su ley bíblica del talión, del ojo por ojo y del diente por diente. Por cada ojo o diente que pierden los civiles de Israel, sus fuerzas armadas arrancan varios ojos y dientes de civiles palestinos. Justo después de la Nakba, entre 1950 y 1956, en los tiempos de las llamadas “infiltraciones” de refugiados que intentaban retornar a sus tierras ocupadas por Israel, debieron morir entre 2.500 y 5.000 palestinos por sólo 57 muertos israelíes.

El cálculo fue a veces deliberado y explícito. Por ejemplo, en la bien documentada Masacre de Qibya de 1953, la muerte de una mujer israelí con sus dos hijos debió ser pagada con la matanza de 69 civiles palestinos, de los cuales dos tercios eran mujeres y niños. Esta matanza, por cierto, fue directamente ordenada por el ministro de Defensa Pinhas Lavon y ejecutada por una unidad militar comandada por el futuro primer ministro Ariel Sharon.

Fue tan sólo varios años después de la Nakba y de las atrocidades a las que nos hemos referido que el pueblo palestino comenzó a organizar una auténtica resistencia armada contra Israel: primero con Fatah, fundada en 1958; después, desde 1964, con la coalición de la Organización para la Liberación de Palestina; finalmente, desde los años 1980, con Hamás en Palestina y Hezbollah en Líbano. Todas estas organizaciones armadas palestinas han sido criminalizadas y consideradas terroristas por Israel. Sin embargo, ni siquiera todas ellas juntas han asesinado a tantos civiles como Tzahal, el Ejército Israelí, aun cuando el asesinato de civiles es una práctica distintiva de grupos terroristas, pero no de ejércitos regulares, estando prohibida por el derecho internacional. Por consiguiente, más que un ejército regular, quizás Tzahal debiera ser considerado el grupo terrorista más peligroso de Medio Oriente.

El Ejército Israelí ha continuado evidenciando su peligrosidad en los últimos años de conflicto con Palestina. Desde la Primera Intifada en 1988 hasta octubre de 2023, el conflicto provocó la muerte violenta de 13.400 personas, de las cuales casi 12 mil, correspondientes al 87%, fueron palestinos asesinados por Tzahal. Esto quiere decir que diez palestinos debieron morir por cada israelí muerto. La desproporción es aún mayor en la guerra de los últimos nueve meses, cuando la muerte de 1.600 israelíes ha terminado saldándose con el exterminio de casi 40.000 civiles palestinos, otra vez dos tercios de mujeres y niños. Ahora son más de veinte palestinos muertos por cada muerto israelí, pero podrían ser más de cien de acuerdo a un artículo publicado en The Lancet que estima en 186 mil el número de muertes causadas por los bombardeos israelíes.

Capitalismo y blanquitud

Quizás los cálculos de cadáveres parezcan macabros y mezquinos, pero a veces resulta necesario hacerlos. A veces necesitamos cuantificar lo incuantificable. A veces hay que hacer cuentas de los muertos porque estas cuentas revelan algo de la realidad, porque dos muertes son peores que una, porque cincuenta son aún peores, pero principalmente porque una vida es una vida, porque debería valer siempre una vida, porque no puede soportarse la atroz injusticia por la que ciertas vidas valen menos que otras. No hay ningún motivo por el que se justifique la infravaloración de ciertas vidas, especialmente cuando son vidas indefensas, vidas inocentes, vidas que no han engendrado muertes, que no han costado vidas.

Y, sin embargo, como lo comprobamos en el conflicto israelí-palestino, hay vidas a las que se les da un valor menor que a otras. Que las vidas palestinas valgan menos, diez o veinte veces menos que las israelíes, se explica en parte porque las israelíes son vidas que se presentan como simbólicamente más blancas o blanqueadas, más occidentales u occidentalizadas, más europeas, menos árabes o semitas, así como también más opulentas, con mejores ingresos, con mayor poder adquisitivo y por ende con posiciones y funciones más valoradas en la estructura capitalista. Estos atributos son decisivos en un mercado global de la vida humana en el que los valores de cambio de la vida mercantilizada son determinados por el capitalismo neocolonial por el que se rige el mundo.

Mientras que el capital mercantiliza la vida y le asigna un valor que depende principalmente de una lógica económica, el neocolonialismo racializa la misma vida y la valoriza más cuanto más corresponde a lo real de la blancura y especialmente a la norma simbólica de blanquitud estudiada por Bolívar Echeverría. Esta doble determinación capitalista y neocolonial hace que la muerte de un palestino, empobrecido y despreciado, no parezca ser tan grave como la de un israelí o la de un ucraniano. Lo seguro es que la muerte del palestino cuenta menos, merece menos atención, ocupa menos lugar en el espacio mediático, tiene menos consecuencias políticas y suele incluso pasar desapercibida, teniendo que multiplicarse por diez o veinte para poder asomarse en el umbral de la percepción.

Por David Pavón-Cuéllar

Columna publicada originalmente el 17 de julio de 2024 por La Haine y reproducido el mismo día en el blog del autor. El texto amplía y profundiza una charla ofrecida en el marco de un evento organizado por el Colectivo de Solidaridad con Palestina en Michoacán.


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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