Editorial

Consumo de masas y fragmentación social

Las fiestas de fin de año son básicamente el rito más visible y cohesionado de un aparato ubicuo y global. Una ceremonia para un culto que cruza de forma profunda y permanente nuestras vidas. El modelo de mercado nos ha convertido en consumidores masivos no sólo de bienes, sino de derechos fundamentales como la salud, la educación.

Por CVN

27/12/2015

Publicado en

Chile / Editorial / Portada / Sociedad

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La celebración compulsiva de las fiestas de fin de año están impulsadas e íntimamente relacionadas con un modelo de economía basada en el consumo y cuyas raíces están imbricadas y alimentadas por el sistema político. Las fiestas, que representan el mejor momento del año para el comercio, son la expresión de una cultura basada en el mercado y realizada en el consumo. Por estos días el consumo de masas adquiere su máxima expresión y la figura del consumidor es elevada y mimada como pieza clave del capitalismo.

Bajo ello, todo sigue igual. Arriba la euforia publicitaria y aquellas mercancías; en la estructura, el viejo sistema de acumulación y explotación. Arriba, el consumidor como aparente sujeto histórico, incluso con derechos adquiridos; bajo ello, la maquinaria neoliberal, sus abusos y sus precariedades.

El capitalismo tardío en su fase neoliberal gasta sus últimos cartuchos en el consumo de masas, condición artificial entregada a los otrora ciudadanos. Sujetos de mercado, piezas intercambiables del sistema de producción global. Sobre esta figura se levanta la cultura de mercado y sobre ella también se apoya todo el sistema político. Qué más evidente que la estrecha relación y cruce de favores entre los partidos y la empresa. Qué más claro que los íntimos y permanentes cónclaves entre las cabezas de los gobiernos y las cúpulas corporativas. Son, en los hechos últimos, la expresión visual y discursiva del Estado neoliberal chileno.

Las fiestas de fin de año son básicamente el rito más visible y cohesionado de un aparato ubicuo y global. Es el ejercicio que revisa nuestra capacidad de reacción y pertenencia. Una ceremonia para un culto que cruza de forma profunda y permanente nuestras vidas. El modelo de mercado nos ha convertido en consumidores masivos no sólo de bienes, sino de derechos  fundamentales como la salud, la educación.

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En la cultura de mercado nuestra identidad la modela nuestro consumo, utopía final de antiguos integrados y otros oficiantes del capitalismo tecnológico. Nos moldean como individuos por los objetos que consumimos, aun cuando habría que precisar que estos objetos, por sí mismos, ya no tienen valor. Es su valor como mercancía, ya sea real o virtual, lo que nos identifica y diferencia como actores sociales.

La condición de libres y exitosos consumidores es, sin embargo, un espejismo, una mera brisa ante las otras fuerzas de la economía. La poderosa maquinaria publicitaria y la concentración –y por cierto colusión- de actores en todos los mercados nos convierte, en la práctica, en débiles y moldeables objetos de consumo. Las corporaciones y sus herramientas comunicacionales no sólo fijan los precios y determinan qué productos o servicios demandar, sino que nos han adquirido como parte de sus activos. Al controlar sus mercados, por concentración o por colusión, las compañías se llevan también al consumidor. Las nuevas empresas tecnológicas son el mejor ejemplo de este nuevo fenómeno. Ante estas fuerzas, los consumidores mantendremos nuestra pasividad. Nuestros aparentes derechos, que la clase política jura defender, se acotan al eventual reclamo por un servicio o un producto en mal estado.

Las coaliciones políticas chilenas de la post dictadura han optado por este modelo, imbricado en la institucionalidad del Estado y extendido globalmente mediante los tratados de libre comercio. El TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica), que el gobierno firmó en octubre pasado y el Congreso deberá ratificar próximamente, es la última vuelta de tuerca en la mercantilización, modelo de crecimiento y de sociedad al cual las elites nos han entregado con afanes obsesivos. En estos y en otros tratados y pactos, más o menos secretos, se deposita la verdadera cultura por el consumo y los mercados. Estas fiestas de fin de año son la simple sonajera y la retórica.

Bajo estas opciones, ¿qué ha sucedido? No hay salto al desarrollo y la pobreza –ahora equipada con trastos electrónicos- se reproduce como mal endémico. El modelo neoliberal, con su maquinaria suntuaria, se apoya en la dependencia de los consumidores, lo que ha llevado a un mantenimiento de un círculo vicioso que no sólo impide salir de la pobreza sino que fortalece la dependencia y esclavitud ante el sistema, además de minar la organización social. Ante los nuevos estándares de calidad vida, hay estudios que estiman que un 50 por ciento de la población chilena vive en condición de vulnerabilidad. Un objeto de consumo de masas perpetúa esta condición; la educación gratuita y de calidad sí libera.

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La fruición por el consumo y el estatus de consumidor atenta contra la capacidad de organización y luchas colectivas. Es la cultura individual y competitiva contra la comunitaria y solidaria. Sólo es nuestra demanda por consumo la que mantiene esta ingente maquinaria en marcha. Ya no más trabajadores organizados, los gremios palidecen, la política es un club corrupto de nuevas elites. Sólo somos personas o ciudadanos en tanto somos consumidores. Pero siempre aislados, segmentados y guiados por las estrategias de mercado. El consumo desatado, convertido en último destino y finalidad social e individual, es un acto con características rituales y existenciales impulsado por la institucionalidad corporativa y política que ha destruido  nuestras capacidades de movilización y lucha.

Sólo la conciencia colectiva y la organización social podrán despejar este manto de falsas ilusiones de progreso, integración y desarrollo.

*Editorial publicada en la edición Nº 172 de El Ciudadano

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