Ana Fabricia Córdoba le tocaron todas las violencias: fue desterrada por la bipartidista, vio morir a su esposo por los paramilitares y a sus hijos en las calles de Medellín. Hasta que un hombre le disparó y segó también su vida.
La vida de Ana Fabricia Córdoba, que duró 52 años, resumió todas las violencias que ha vivido Colombia. Tal vez por eso su asesinato, el pasado martes 7 de junio, sacudió a Medellín como pocos.
Desde cuando era niña conoció el desplazamiento. Sus padres no soportaron las muertes que la guerra entre liberales y conservadores había ocasionado en Tibú (Norte de Santander) y se fueron a Urabá.
«Allá alcanzamos a tener muchas tierras, porque eran terrenos baldíos y nosotros ocupamos algunos», recordaba Ana Fabricia en una entrevista en noviembre pasado. Pero la dicha no fue muy larga. El negocio del banano se hizo cada día más lucrativo, empezaron a llegar grandes empresarios por un lado y guerrillas por el otro. Cuando ella era joven surgió la Unión Patriótica, como brazo político de las Farc. «Yo creo que en ese momento nació el caos para mi familia, porque un hermano mío se metió en ese partido y llegó a ser concejal de Apartadó«.
Tras el exterminio de la UP, la violencia continuó contra Ana Fabricia y su familia. En los noventa, fue por cuenta de los grupos paramilitares que aparecieron en Urabá. La violencia se arrimó a su casa en el año 2000, esta vez con la muerte de su primer esposo, con el que tuvo cinco hijos.
«Me quedé en Urabá y visitaba de vez en cuando la finca que teníamos en Chiguadó. Uno no se va ahí mismo porque uno está apegado a su tierra, a sus vacas, a sus cultivos». Pero las amenazas no dejaron de llegar y ella, con el afán de sacar adelante a sus hijos, decidió irse a Medellín en 2001.
«Me asusté mucho cuando llegué porque vi una ciudad muy linda. Me parecía como el cielo. Me llamó la atención que la gente se mantenía muy aseada, diferente al campo, donde uno encuentra hombres barbados a toda hora y las manos se mantienen negras de trabajar la tierra. No sabía ni siquiera cuándo tenían que parar los carros en los semáforos y me tiraba cuando transitaban por ahí», relataba Ana Fabricia.
Su primera morada fue en la Comuna 13, donde consiguió un rancho prestado. Pero ese no era el mejor momento para vivir allí. Aún hacían presencia en esa zona milicianos de las Farc y el ELN, que seguían manejando territorios urbanos. Algunos de ellos hicieron que Ana Fabricia se desplazara de nuevo, esta vez a otro barrio de Medellín. Fue entonces cuando llegó a La Cruz, en la zona nororiental de Medellín. Dos sacerdotes le ayudaron a conseguir un nuevo rancho, donde se hospedó con sus pequeños hijos. «Al año, me conseguí marido paisa para que me ayudara a criar a mis hijos. Usted sabe que, en estas condiciones, uno piensa más en ellos que en uno», comentaba.
Donde Ana Fabricia llegaba se hacía notar. Fue así como logró ser líder en su barrio y encabezó graves denuncias, varias de posible complacencia de la Policía con grupos ilegales. Eso le costó más de un susto. Una vez, llegaron unos hombres a su casa para hacerle un atentado del que logró sobrevivir. Pero su nuevo marido no, y ella volvió a quedarse sola con sus hijos. Más tarde, fue detenida, señalada de ser de las Farc y pasó dos meses en la cárcel del Buen Pastor.
Cuando demostró su inocencia, salió libre y, por ser madre cabeza de familia y desplazada, hizo las diligencias para que le dieran un subsidio de 17 millones de pesos con los que compró una casa. A la vez, llegó un nuevo esposo a su vida. Era un argentino. «Qué pena decirlo, pero era para criar a mis hijos», admitía cuando hablaba de él. Pero mientras ella trataba de resolver los líos de su soledad, aparecían más problemas, esta vez, por cuenta de la casa que compró. Recién llegó a vivir allí, le cortaron el agua. Y justo cuando estaban reinstalándole el servicio fue atacada de nuevo. «Se armó un tiroteo y me tocó tirarme al suelo. Cuando me toqué la cara, la tenía con sangre», recordaba. No perdió la vida, pero sí a su esposo argentino, pues al poco tiempo se fue, huyéndole quizás a la violencia también.
Para aquel entonces, sus hijos ya iban entrando a la adolescencia. Uno de ellos, de 13 años, empezó a presentar comportamientos extraños. «Llegaba a la casa con bolsitas de leche o de arroz y yo no sabía de dónde las sacaba, porque él no trabajaba. Decía que los parceros se las daban por hacer mandados. Yo le pegaba y no lo dejaba reunir con ellos», contaba Ana Fabricia. Pero no logró encarrilar la oveja a su rebaño y lo mataron.
Johnatan, el mayor, le ayudaba a llevar las riendas de la casa. Su madre defendía siempre que él trabajaba en las noches lavando carros. «Llegaba a la casa con los pies destrozados, porque se le mojaban los zapatos. Yo me la pasaba curándoselos», contaba. A él lo mataron el 7 de julio de 2010, cuando tenía 19 años. Ese día estaba recuperándose de una gripa y a las ocho de la noche un vecino, llamado Julián Andrés, le pidió que lo acompañara por una encomienda de su madre. Los dos muchachos fueron hasta la terminal de buses del barrio La Cruz. Allí, según denunció Ana Fabricia, aparecieron dos agentes de la Policía, subieron a los dos muchachos a la patrulla número 301384 y se fueron. Veinte minutos antes de las nueve de la noche Johnatan llamó a Ana Fabricia. «Estaba asfixiado del susto y me decía que lo iban a matar». Al día siguiente, los dos jóvenes aparecieron muertos. Las autoridades aún no investigan el caso.
Ana Fabricia no quiso desplazarse, pues para aquel entonces ya sumaba diez éxodos. Se dedicó a denunciar la muerte de su hijo y a rechazar la guerra como integrante de la organización Líderes Adelante por un Tejido Humano de Paz (Latepaz) y de la Ruta Pacífica de las Mujeres.
«A mí me van a matar», dijo varias veces. Y así fue. El pasado 7 de junio recibió varios disparos mientras viajaba en un bus en el barrio La Cruz.
11 junio 2011
Publicado en www.semana.com
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