Después de cinco años la Ley colombiana de Justicia y Paz es considerada un fracaso

Ser periodista, luchador social o campesino, activista por los derechos humanos, sindicalista, militante de izquierda, dirigente indígena o incluso humorista político en Colombia, significa correr serio peligro

Ser periodista, luchador social o campesino, activista por los derechos humanos, sindicalista, militante de izquierda, dirigente indígena o incluso humorista político en Colombia, significa correr serio peligro. En 1999 el comediante Jaime Garzón fue asesinado por dos sicarios cerca de su lugar de trabajo; la investigación apunta a que fue obra de paramilitares de ultraderecha, probablemente con apoyo de organismos de seguridad del Estado.

Aunque la gran prensa mundial se esmera en achacar todos los males de Colombia a las Farc (guerrilla izquierdista –que nadie calificaría de «blancas palomas»-), la mayoría de los organismos internacionales de derechos humanos tienen claro que la principal causa de los crímenes por motivos sociales, políticos o económicos, proviene del entramado urdido entre grandes empresarios, paramilitares, narcos, uniformados y agentes del Estado; una macabra combinación que, por si fuera poco, cuenta con el sistemático apoyo del gobierno norteamericano.

LA LEY DE JUSTICIA Y PAZ HA FRACASADO

En Colombia, las Autodefensas (organizaciones armadas de extrema derecha) han confesado 22.130 homicidios y el uso de hornos crematorios, y están reorganizando sus estructuras armadas e incluso cuentan con simpatizantes en el nuevo Parlamento.

«Todo el pueblo sabía que los iban a matar. El asesinato de mi hermana Sylvia ocurrió como en la novela de García Marquez Crónica de una muerte anunciada: todos vieron a los paramilitares llegar, ir hasta la plaza del pueblo, entrar en el restaurante. Eran unos seis. Se sentaron y esperaron. Y cuando mi hermana y los tres líderes campesinos que estaban con ella cenando terminaron de tomar una gaseosa y unos sándwiches, se levantaron, abrieron fuego y los mataron a todos. Allí, en el restaurante La Tata, en medio del pueblo de Cimitarra. A las nueve de la noche, delante de todos».

Sylvia Duzán tenía 30 años recién cumplidos y era periodista. Se había especializado en violencia urbana y fue pionera en desentrañar el fenómeno de los sicarios en Medellín. Esta era su primera experiencia en una zona rural y de conflicto caliente. Estaba produciendo un documental para el Canal 4 británico que mostraba una iniciativa, puesta en marcha en 1987, para construir una comunidad de paz, neutral, en una región que vivía en medio del fuego cruzado entre guerrilla, paramilitares y ejército. Sus impulsores estaban amenazados de muerte por osar desafiar a la autoridad de facto. Tres de ellos fueron asesinados junto a Sylvia aquel 26 de febrero de 1990.

«Han pasado 20 años y no ha pasado nada. El caso permanece en total impunidad», dice hoy la hermana de Sylvia, la conocida periodista María Jimena Duzán, de 49 años.

Maria Jimena es una de las 281.661 afectadas por la violencia que se han registrado como víctimas en Colombia desde que el Gobierno de Álvaro Uribe lanzó en 2005 la llamada Ley de Justicia y Paz, que posibilita la desmovilización de los combatientes y ofrece penas rebajadas de entre cinco y ocho años para los que confiesen sus crímenes.

«Las víctimas creímos que esta era una oportunidad para saber la verdad y obtener justicia. Pero Uribe ha terminado sus ocho años sin darnos justicia ni reparación, sólo un poco de verdad», valora María Jimena a cinco años de la entrada en vigor de la ley.

Sólo el pasado martes se dictó la primera sentencia contra dos jefes paramilitares. Diego Vecino y Juancho Dique fueron condenados a penas de 39 y 38 años, respectivamente, conmutadas por la pena alternativa de ocho años, por la masacre de 11 campesinos y el desplazamiento de 300 familias en Mampuján en 2000.

MÁS DE MIL MASACRES

El fenómeno del paramilitarismo surgió a comienzos de la década de los ochenta, impulsado por grandes propietarios rurales y narcotraficantes interesados en proteger sus territorios y defenderse de los secuestros de la guerrilla.

Con el apoyo de miembros activos del ejército y de la policía, que miraban para otro lado e incluso les daban directrices sobre qué objetivos perseguir, los grupos paramilitares se expandieron vertiginosamente y en 1997 se integraron en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que marcaron una de las épocas mas sangrientas de la historia del país.

Sus métodos no implicaban tanto enfrentamientos directos con las guerrillas sino brutales ataques contra la población civil. Hubo más de mil masacres, miles de muertos, torturados y desaparecidos y millones de desplazados que dejaron atrás tierras de las que se apropiaron los paramilitares y narcotraficantes.

En 2003, el presidente Uribe comenzó a negociar con los paramilitares su desmovilización. Fruto de esas negociaciones se redactó la Ley 975 del 25 de junio de 2005.

«Es una ley que se promovió para dar impunidad a los paramilitares», afirma el director de la Comisión Colombiana de Juristas, Gustavo Gallón. «Fue objeto de correcciones importantes por parte de la Corte Constitucional». La Corte exigió cambios de la versión inicial para que los paramilitares cumplan sus condenas en prisión, y no en casa, que el tiempo de las negociaciones no sea computado como tiempo de pena cumplida y que la rebaja del castigo sea revocada si mienten o retoman las armas.

Desde 2003 se han desmovilizado 31.671 paramilitares, según la cifra del Gobierno. De ellos, 3.854 se presentaron voluntarios para confesar sus delitos en las llamadas «versiones libres». Más de mil han podido hacerlo, entre ellos varios de los máximos responsables de las AUC.

Sus revelaciones conmocionaron al país y permitieron localizar más de 2.500 fosas comunes. Los paras confesaron 22.130 homicidios y 1.853 desapariciones forzadas. Hablaron de torturas, del uso de serpientes venenosas para matar a sus víctimas, de la construcción de hornos crematorios para hacer desaparecer los cuerpos y también hablaron de sus vínculos con la clase política y económica dirigente.

«Las AUC no es un grupo que se haya opuesto al Estado, sino que tiene relaciones simbióticas con él. Lo revelado en las confesiones va más allá de encuentros casuales. La complicidad entre paramilitarismo y Estado fue estructural», afirma Javier Ciurlizza, del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ).

Las confesiones propiciaron el escándalo de la parapolítica, en el que más de 80 congresistas han sido investigados o procesados por esas alianzas.

«Cuando se empezaba a obtener algo de verdad, el proceso quedó frustrado por la extradición de 14 jefes paramilitares a Estados Unidos por narcotráfico», añade Gallón.

Para Gustavo Petro, ex senador del izquierdista Polo Democrático, «el paramilitarismo es la esencia del poder político en Colombia y esas confesiones estaban alcanzando al Gobierno y a la élite económica. Ese flujo de información se cerró con la extradición. Allá están acusados de narcotráfico. Acá de algo mucho más grave: crímenes de lesa humanidad. Pero eso va a quedar en la impunidad y las víctimas sin su derecho a la verdad», agrega.

En el caso de Sylvia Duzán, Maria Jimena no pudo oír cómo el jefe paramilitar de Cimitarra admitía el asesinato de su hermana. «En su versión libre, Ramón Isaza [que presidía en los ochenta la asociación de ganaderos de Magdalena Medio] dijo que no recordaba ninguna masacre. Me dio tanta furia, me pareció tan indigno».

Duzán reconoce que ha habido «un poco de verdad», y que la localización de las fosas para exhumar y entregar cadáveres es algo muy valioso para las víctimas. «Pero reparación no ha habido. Aquí unos pocos narcotraficantes paramilitares se robaron las tierras de los campesinos en los últimos 25 años. Esos líderes campesinos, hoy desplazados, están tratando de recuperar sus tierras y están siendo asesinados».

10.000 PARAS EN ACTIVO

Según la Comisión de Reparación, son 45 las personas que reclamaban devolución de propiedades y han sido asesinadas desde que arrancó el proceso de Justicia y Paz, que obliga a los ex AUC a devolver lo que quitaron a sus víctimas. Según el presidente de la Comisión, Eduardo Pizarro, las llamadas «bandas emergentes» son el instrumento de las élites criminales para que las víctimas no reclamen.

«El Gobierno dice que el paramilitarismo ha muerto. No es cierto», dice Gallón. «Hay estudios que cifran en 10.000 los paras en actividad».

Con él coincide Camilo Bernal, coordinador de Justicia del ICTJ. «La política de desmovilización y desarme es un fracaso estrepitoso. Hay una gran cantidad de estructuras armadas que no se desmovilizaron. Lo hicieron los líderes más visibles. Eso no significa que les siguieran los de detrás. Hoy se sabe que parados, putas y mayores de edad engrosaron las listas de desmovilizados oficiales», afirma.

Según Bernal, «los grupos están ahí y son paras, aunque el Gobierno, en su discurso de negación, diga que son bandas criminales de descarriados. La misión de apoyo al proceso de paz constata que son los mismos de siempre, pero sin uniformes. Los paras se quedaron, para cuidar los negocios».

LABORATORIOS FORENSES YA NO DAN ABASTO CON LAS VÍCTIMAS DEL PARAMILITARISMO

Un lustro después de su entrada en vigencia, de todos los enrevesados saldos, números y estadísticas de la Ley de Justicia y Paz —interpretados, defendidos, criticados y desmentidos desde cada trinchera por el Gobierno y las ONG, académicos o violentólogos, el periodismo y las víctimas—, la conclusión más cruda de la violencia paramilitar es que Colombia nunca estuvo preparada para desenterrar sus muertos. Fue tal el salvajismo nunca calculado de estos ejércitos privados, aupados por el narcotráfico, que el país no termina de indigestarse con la sevicia de sus crímenes. Los cadáveres —o sus restos, o lo que queda de éstos— siguen apareciendo aquí y allá. Y ya no hay dónde abrirles campo.

La Fiscalía ha exhumado 2.644 fosas y encontrado 3.216 cuerpos. Datos apenas que ya ni escandalizan y reposan por ahí en informes oficiales. Lo que viene después de hallarlos, sin embargo, se ha convertido en un viacrucis para las autoridades, los legistas y las familias de las víctimas. Sólo en 922 casos los restos han sido plenamente identificados y devueltos. De otros 586 hay algunos indicios para reconocerlos, pero no hay certezas de laboratorio, y en otros 1.086 casos las cartas dentales o exámenes genéticos han resuelto las dudas y aclarado expedientes. Pero ocurre que el rastro de sus deudos en ocasiones se ha perdido en el entretanto de las averiguaciones forenses y los restos siguen apilados en cajas rotuladas por la Fiscalía esperando una mejor suerte.

No es lo más grave. De otros seiscientos y tantos casos no se sabe nada, sin señas mayores o rastro cualquiera para proceder a identificarlos; a diario siguen apareciendo más cuerpos, nuevas fosas, muertos por doquier, desde La Guajira hasta el Amazonas, desde el Valle hasta Guaviare. El horror desbordó la capacidad del Estado, ya no para desenterrar la barbarie de las Autodefensas, pero sí para ponerles nombres y apellidos a esos despojos mortales. No es una tarea fácil. Las confesiones de los paramilitares se suceden, las comisiones judiciales se desplazan y los hallazgos continúan. Pero lo que viene en adelante es un ejercicio celoso y colosal: analizar las osamentas, establecer la causa de muerte, diagnosticar edad, sexo, raza y estatura. “Los huesos hablan”, le dijo una forense de la Fiscalía a El Espectador. “Siempre dan pistas”.

Ya para noviembre del año pasado los laboratorios de la Fiscalía en Colombia estaban atiborrados de restos óseos en proceso de identificación. Las alertas se encendieron en la Unidad de Justicia y Paz y hubo que recurrir a salidas excepcionales. Afanosamente se buscó un lugar en Bogotá con características mínimas de espacio, seguridad, conservación, iluminación y ventilación para trasladar los cuerpos que ya no cabían en la Fiscalía. La Cruz Roja asesoró el proceso, refirió que no existen protocolos nacionales o internacionales para este tipo de casos, pero aportó recomendaciones para cumplir a cabalidad la custodia de los esqueletos recuperados en las diligencias de exhumación. A través del coordinador de Justicia y Paz, Luis González León, se gestionaron los recursos y desde hace meses se adecua una bodega en la carrera 30 con calle 13.

La inversión ya ronda los $600 millones y se espera que en un mes esté en funcionamiento. De todas maneras no habrá números redondos sobre la financiación del proyecto o las osamentas que albergará hasta tanto se culminen algunos estudios y se trasladen las cajas apiladas que albergan los secretos de la saña paramilitar. La Fiscalía replicó este procedimiento en Barranquilla, Cali o Medellín, donde tampoco sus laboratorios daban abasto. “En la capital antioqueña estamos trabajando sobre la donación de un terreno aledaño al cementerio”, relató uno de los investigadores de Justicia y Paz. ¿Cuánto tiempo reposarán en esas bodegas los cuerpos? “Lo que sea necesario hasta que las evidencias forenses nos permitan encontrar a los familiares. Cinco años, quizá más”, añadió.

El Espectador se internó en los laboratorios del búnker de la Fiscalía, advirtió el rigor con el que antropólogos y forenses desarrollan el complejo proceso de identificación de los N.N. que siguen llegando y les llegarán, y dialogó con los protagonistas del oficio ingrato de apellidar la muerte. “Si logramos identificar a uno ya es un avance inmenso”, cuentan. Para hacerlo deben cruzar información en una base de datos que contiene más de 10 mil muestras de sangre o de saliva de familiares de los desaparecidos. Poco a poco se van elaborando los perfiles de los deudos, los restos hallados que se presume corresponden y por descarte geográfico —lugar del crimen o de nacimiento de la víctima— se van depurando las listas. Una labor que pareciera no tener un punto aparte.

“Estamos dándoles prioridad a los casos que tienen posible identidad. Los N.N. puros deben esperar su tiempo hasta que nos lleguen pistas. Por ejemplo, si tenemos un fémur, un cráneo o una dentadura sobre los que existan rastros concretos los mandamos a genética para desarrollar perfiles y los cruzamos con reportes de víctimas que han registrado la pérdida de sus familiares”, dice uno de los legistas consultados. La Fiscalía no puede inhumar las osamentas en un cementerio. Debe garantizar su custodia y ésta le cuesta al Estado hasta tanto se surta con certidumbre el proceso de identificación. Y el proceso es largo. Demasiado largo. Todos los despojos se albergan en cajas de cartón de 60 centímetros de ancho, 30 de largo y 35 de alto.

MURIÓ OTRO PRESO POLÍTICO

En horas de la mañana de este miércoles 30 de junio falleció el detenido político colombiano Arcesio Lemus. La denuncia se dio a conocer por parte de la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. El hecho no fue mencionado por los grandes medios de comunicación del mundo. Se estima que en Colombia existen alrededor de 7.500 presos políticos.

El pasado 1 de junio de 2010, la Fundación fue informada por los reclusos que compartían patio con Arcesio Lemus, del grave estado de salud en que se encontraba, situación que de manera inmediata informaron al director general del Inpec, Mayor® Carlos Barragán Galindo, a la directora del establecimiento penitenciario y carcelario de alta seguridad Doña Juana de la Dorada Caldas, Doctora Gloria Patricia Rendón Castaño y al doctor César Augusto Salazar personero del municipio de la Dorada/Caldas, con la finalidad de que se tomaran las medidas urgentes y eficaces para garantizar el derecho a la salud en conexidad con la vida de dicho preso político.

En dicha petición se alertó que Arcesio Lemus, según habían informado los reclusos que compartían patio con él, venía padeciendo desmayos, vómito, perdida del conocimiento y del control de esfínteres, síntomas que dada su avanzada edad (67 años) eran de alta preocupación.

Por los frecuentes llamados de su familia y los reclusos en los que infirmaban de la preocupación que les asistía, la Fundación tuvo contacto telefónico con la jefe del área de sanidad del establecimiento penitenciaria y carcelario de alta seguridad de Doña Juana/ la Dorada Caldas, quien les comunicó que dicho preso político había sido atendido el día 30 de mayo en las instalaciones de sanidad y nuevamente devuelto a su celda ese día en las horas de la noche; aludió dicha jefe que los problemas de salud del preso en mención se debían a un estado psicológico y que no era cierto lo que mencionaba la familia y los reclusos.

Posteriormente su situación de salud se agravó, teniéndolo que trasladar de urgencias al Hospital Federico Lleras en la ciudad de Ibagué, donde entró en estado de inconciencia (coma) a causa de una hidrocefalia, falleciendo el día 30 de junio.

Para la Fundación, es motivo de gran preocupación la situación que viven los reclusos en Colombia en razón «a la falta de garantías de los derechos humanos, en especial el derecho a la salud, a la atención integral y especializada, en forma oportuna y urgente que de no ser atendidas oportunamente pueden generar graves secuelas en la salud e incluso un desenlaces fatales, como es el caso de Arcesio Lemus».

«Por lo anterior, responsabilizamos a las por las Autoridades Penitenciarias, en cabeza del Ministerio del Interior, la Dirección General del Inpec y Caprecom por las posibles omisiones cometidas en el caso de salud de Arcesio Lemus», concluyó el comunicado de la Fundación.

Fuentes: Isabel Coellowww.publico.es / www.elespectador.com – Foto: Diana Sánchez / Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos / ISI-Webteam – www.kaosenlared.net

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