Cultura

Fisuras y contactos entre el ser y el parecer

André Gide, autor central de la literatura francesa y mundial.

Por Lucio V. Pinedo

17/09/2015

Publicado en

Cultura / Literatura

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André Gide, que de tantas cosas dudó, parece no haber dudado nunca de esa imprescindible ilusión, el libre albedrío. Creyó que el hombre puede dirigir su conducta y consagró su vida al examen y a la renovación de la ética, no menos que al ejercicio y al goce de la literatura.

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André Gide y su amante Marc Allegret (1920).

Nació en París, en 1869. Su formación fue protestante, su primera lectura apasionada fueron los Evangelios. Tímido y reservado, frecuentó los Martes de Mallarmé y pudo conversar con Fierre Louys, con Paul Valéry, con Claudel y con Wilde (quien dijo «Solo los superficiales no juzgan por las apariencias»).

Jorge Luis Borges cuenta que Gide siempre fue fiel a la buena tradición de la claridad. Al cabo de una estadía en Argelia, que fue capital para él, publicó en 1897 Les nourritures terrestres, que exalta los deseos de la carne pero no su plena satisfacción. En ulteriores textos, cuya enumeración sería larga, predicó el goce de los sentidos, la liberación de todas las leyes morales, la cambiante «disponibilidad» y el acto gratuito que no responde a otra razón que al antojo. Fue acusado de corromper a la juventud con esas doctrinas. Profesó el amor de la literatura inglesa, dijo que prefería John Keats a Víctor Hugo. Leamos que la voz íntima de Keats era más de su agrado que el tono público y profético de Hugo.

Una de sus obras más famosas es El inmoralista (de la cual hay traducción de Julio Cortázar. Para conocerla mejor, citamos un fragmento clave de esta obra:

Comencé a felicitarle. Me interrumpió a las primeras palabras:
—¡Cómo! ¡Usted también, querido Michel! Pero si antes no me había usted insultado —dijo—. Deje esas tonterías a los periódicos. Parecen asombrarse ahora de que un hombre de costumbres censurables pueda, no obstante, poseer algunas virtudes. No puedo trazar en mí las distinciones y las reservas que ellos pretenden establecer; no existo sino en mi totalidad. No aspiro a otra cosa que a lo natural y, ante cada acción, el placer que de ella obtengo es signo de que debía ejecutarla.
—Eso puede conducir muy lejos —le dije.
—Cuento con ello —continuó Ménalque—. ¡Ah, si todos los que nos rodean pudieran persuadirse de esto! Pero la mayoría piensan que no obtendrán de sí mismos nada bueno si no es dominándose; solo se gustan falseados. Todos pretenden parecerse a sí mismos lo menos posible. Cada cual se propone un modelo, después lo imita; ni siquiera escoge el modelo que imita; acepta un modelo ya existente. Sin embargo, creo que en el hombre hay otras cosas que leer. No hay quién se atreva. No hay quién se atreva a volver la página… Leyes de la imitación; yo las llamo leyes del miedo. Uno tiene miedo de encontrarse solo; y uno no se encuentra en absoluto. Esta agorafobia moral me resulta odiosa; es la peor de las cobardías. Sin embargo, siempre que se inventa es a solas. Mas ¿quién se propone aquí inventar nada? Lo que se siente uno de diferente, eso es precisamente lo que de raro posee, lo que da a cada uno su valor… y eso es lo que se intenta suprimir. Se imita. ¡Y se pretende amar la vida!
Yo dejaba hablar a Ménalque; lo que decía era, exactamente, lo que el mes pasado le decía yo a Marceline; y por lo tanto, hubiera debido aprobarlo. ¿Por qué, por qué cobardía le interrumpí e, imitando a Marceline, le dije, palabra por palabra, lo que ella me respondiera entonces?
—Pero querido Ménalque, no puede pretender que cada uno de ellos se diferencie de los demás…
(El inmoralista, André Gide).

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