Editorial

Chile tiene una política energética no transparente, que protege a las empresas y no a la ciudadanía

La ciudadanía hoy no tiene la opción de decidir, bajo indicadores en base a calidad de vida, sobre los impactos de un proyecto. Hoy se hace bajo criterios costo-beneficio ¿Por qué? Aquí las respuestas.

Por mauriciomorales

02/02/2016

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protesta en torre alta tension en coronel por termoelectrica bocamina

Chile es uno de los países más dependientes del mundo, energéticamente hablando, ya que contamos con una matriz energética que debe ser auxiliada constantemente por recursos de otros estados. Además ésta es tremendamente vulnerable, porque importamos el 98 por ciento del petróleo que consumimos; más del 90 por ciento del carbón requerido; y casi compramos en el exterior el 100 por ciento del gas natural si no es por las explotaciones en Magallanes.

Otra muestra de la debilidad de nuestra matriz radica en que hay una nociva tendencia a dañar los grandes patrimonios hídricos con el patrocinio del Estado a través de la institucionalidad ambiental, cuya normativa posibilita el agotamiento de estos recursos; también pone en peligro la biodiversidad, porque en los lugares que se construyen las hidroeléctricas los ecosistemas son impactados severamente; y altera las formas de vida de las comunidades indígenas, a cuyos integrantes no se les provee de la implementación de una consulta previa, libre e informada en relación a los proyectos que se pretenden construir en territorios originarios o aledaños a éstos.

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Lo anterior refleja que el marco regulatorio vigente es un impedimento para generar y concretar una estrategia de desarrollo ad hoc respecto de un país que depende de otros y que cada vez consume más energía. Es por esto que Chile tiene un mercado de la energía que es errante, que no es transparente y que protege esencialmente a los empresarios y no a sus ciudadanas y ciudadanos.

Así de simple: para el Estado primero están los inversionistas y luego los ciudadanos. Esto porque la ciudadanía actualmente no tiene la opción de decidir, bajo indicadores en base a calidad de vida, sobre los impactos de un proyecto. Hoy se hace bajo criterios costo-beneficio ¿Y por qué? Porque el derecho a decidir en base a la calidad de vida no está consagrado en la Constitución.

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Si pensamos que las tremendas centrales en Aysén o la de Alto Maipo traerán grandes beneficios respecto de la disponibilidad de energía, también debemos reflexionar sobre los severos impactos ambientales que serán irreversibles, por lo tanto problemáticos. Es por ello que en todo proyecto que conlleva impactos negativos y positivos en el medioambiente debiera ser un deber del Estado preguntarle de manera efectiva a la ciudadanía si quiere lo bueno y también lo malo, porque se está vulnerando su calidad de vida. Esto no corre en la Constitución, o muy mal y se provee de forma caprichosa, a destiempo y sin comunicación adecuada a los ciudadan@s.

Si bien hoy se han ejecutado políticas sobre el uso eficiente de la energía, durante años la Comisión Nacional de Energía se negó a adoptar políticas sobre este aspecto, que no tiene que ver con apagar la luz o ver menos televisión, si no con el uso de motores eficaces, procesos más adecuados, ahorrar, invertir, pero Chile no lo hace aun cuando la eficiencia energética es la tercera fuente de energía a escala mundial luego del petróleo y el carbón.

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Sin embargo lo que tenemos es un política de la oferta energética basada en crecimiento físico del sistema que a todas luces no es sustentable, salvo, en algunos casos, la enfocada en las energías renovables. Además no hay política energética porque, en el sentido de la oferta, el Estado no repara en cómo generamos la energía; y bajo el aspecto de la demanda tampoco se pregunta cómo la consumimos, no hay educación para el consumidor. De esto podemos deducir que al Estado no le importa el consumidor, sino la oferta.

Cada año debemos agregar 800 ó 1000 MW para satisfacer la sedienta demanda de los proyectos mineros del norte del país, por eso no es sustentable, ya que daña los ecosistemas del sur para destruir los del norte: un círculo vicioso que es culpa del Estado por no defender la biodiversidad mediante una institucionalidad ambiental fuerte y transparente.

 

 

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