La religión en el siglo XXI

En estos tiempos de desafíos globales y de déficit de utopías sería conveniente no dejar en las manos de entelequias sobrenaturales y de burocracias intermediarias el destino de la humanidad, que está necesitando certezas basadas en la realidad de aquí y ahora para asegurar su futuro

Por Arturo Ledezma

06/11/2015

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En estos tiempos de desafíos globales y de déficit de utopías sería conveniente no dejar en las manos de entelequias sobrenaturales y de burocracias intermediarias el destino de la humanidad, que está necesitando certezas basadas en la realidad de aquí y ahora para asegurar su futuro.

Caravaggio

Caravaggio

“Dios es una bellísima metáfora, no veo por qué dejarla sólo para los creyentes.”
Tomás Molina.

Si miramos las acciones militares de Al Qaeda, el EI u otros atentados terroristas, caemos en la tentación de decir que el islamismo mata más de lo que salva. Con perspectiva histórica podemos afirmarlo también del cristianismo de las cruzadas, de la colonización española, de la Inquisición. Ni que hablar de la lista de prohibiciones y restricciones que terminan en pederastias y violaciones, que si no matan arruinan vidas. También esas prohibiciones inhiben, en muchos creyentes por temor u obediencia, algunos delitos, pero ¿quién se anima a hacer un balance?

Estas dos religiones juntas cuentan con el fervor de cerca de 2.400 millones de personas, siendo –según el Vaticano– el islam la más seguida, con 1.322 millones. Pero hay miles de religiones y miles de dioses, todos verdaderos para sus seguidores, y muchos de ellos únicos y excluyentes. Como dice Richard Dawkins: “Todos somos ateos respecto de la mayoría de los dioses en los que la humanidad ha creído alguna vez”. La evidencia muestra que en casi todas las sociedades se practica alguna manifestación de sentimiento religioso, de un sistema de creencias y de rituales de pertenencia. Las acciones sincronizadas, los cánticos y celebraciones grupales propios de cada religión se explican con relativa facilidad porque causan placer, dan confianza y sentido de unidad, y eso vale en un templo, aunque también vale en una fiesta de cumpleaños, en el estadio o en una manifestación.

En 1968, año de fuertes movilizaciones estudiantiles, poco antes del 14 de agosto en que la represión matara a Líber Arce, en la clase de sociología en la Facultad de Derecho estudiamos a Max Weber, quien teorizó sobre la democracia, el carisma político, las masas. Con algunos compañeros intentamos poner en práctica un principio que creímos comprender de la lectura de Weber: si hay, en un conjunto humano concentrado y con cierto sentido de unidad, un grupúsculo decidido que toma el liderazgo y actúa con mucha energía y visibilidad, puede conducir al resto, que actuará como una masa, en otro nivel –colectivo– de conciencia. El principio mismo de la provocación. Lo intentamos. Éramos 16, la mayoría estudiantes de Derecho y algunos de Bellas Artes. Planificamos la experiencia para una manifestación convocada por la Feuu. Caminando desde la explanada de la Universidad hacia la plaza Libertad, juntos, cerca de las primeras filas, compactos, gritando fuerte la misma consigna (que ya no recuerdo), doblamos antes de llegar a la “plaza de los Bomberos”, separándonos del grueso de la gente y seguimos avanzando por Guayabo. Dividimos la manifestación, nos siguieron varios cientos de jóvenes sin cuestionarse nada. Hay algo en nuestra especie, seguramente afirmado en el curso de su evolución, que hace que la sincronización, la repetición coral y el ritmo nos resulten placenteros y estén en el origen de los ritos colectivos, y que a su vez los efectos del liderazgo disminuyan el espíritu crítico y el grupo actúe como masa de seguidores. ¿Vale esta explicación para el sentimiento religioso? Pareciera que sí, sumándose al sentido de empatía que está en la base del discurso religioso, de las acciones de solidaridad dentro del grupo y de la función social de inclusión e identidad que fomenta, que seguramente a través de milenios han servido para sobrevivir. Luego surge la autoridad conferida, asumida o impuesta por algún “espíritu superior” que se legitima o representa con plumas, pinturas, togas, máscaras, collares y anillos u otros signos distintivos. Y, más en el fondo, la imparable búsqueda de certezas de nuestro cerebro, capaz de ver rostros en las nubes, señales en la borra de café y salvadores en cualquier iluminado, con tal de exorcizar la incertidumbre.

La previsibilidad es un elemento de vital importancia en la lucha por la vida, y nuestro sistema nervioso aborrece la duda, prefiere una explicación cualquiera al silencio, prefiere un mal plan a no tener plan. Esto ayuda a comprender por qué con frecuencia las ideologías se transforman en dogmas, los partidos políticos en sectas y los portadores de plumas, togas, anillos o verdades reveladas en dirigentes institucionales. Historias insólitas, como la cienciología, inventada por Lafayette Ronald Hubbard, delincuente perseguido por la justicia de varios países, que terminó refugiándose en un gran barco, el Apolo, en aguas griegas. Autor de ciencia ficción cuya literatura, con total mala fe y para eludir impuestos, convirtió en religión. Hubbard murió dejando 600 millones de dólares que no tuvo el tiempo de gastar, y decenas de miles de devotos, que todavía creen. Es muy probable que el sentimiento de pertenencia, identidad y comunidad, fruto de (o reforzado por) compartir una creencia religiosa que produce explicaciones para todo, haya sido y siga siendo una ventaja de supervivencia. Desde temprano, en la historia de nuestra especie, aquellos grupos que tenían dioses, ídolos, fetiches y profesaban ritos en conjunto, eran más fuertes en el momento de cazar, de hacer la guerra, de emigrar huyendo de los peligros o en busca de mejores tierras. Les iba mejor. Esa memoria inconsciente de la fuerza producida por la unidad del grupo y por la presencia de un líder aflora con facilidad en las circunstancias favorables. Eso explica quizá también cómo una hinchada puede convertirse en barra brava y un grupo de creyentes en asesinos.

El sentimiento religioso (para llamarlo de alguna manera) es casi universal, pero las religiones, los dioses y los ritos proliferan y cambian a través de los tiempos. En sitios funerarios que tienen más de 650 siglos de antigüedad hay restos que permiten imaginar un ceremonial sofisticado y un respeto de estos antepasados nuestros por el difunto y su “más allá”. Que una religión sea más popular que otras es un tema de civilización más que de credo, los populares monoteísmos que conocemos tienen sus raíces hace sólo unos 50 siglos. Podemos afirmar al menos dos cosas: por una parte, que el sentimiento religioso es una característica de la especie (y como tal existe pero se manifiesta de diferente manera en cada individuo) desarrollada en el curso de los siglos; y por otra parte que la explicación sobrenatural, elemento constituyente del discurso religioso, es una manifestación cultural, histórica, que responde a nuestra necesidad de ordenar el caos de la realidad, la angustia de la incertidumbre, a menudo institucionalizada y puesta en provecho de algunos pocos. Todos tenemos instintivamente afinidad con ritos, liturgias y símbolos que nos dan sentido de identidad y pertenencia, porque a través de los milenios esto ayudó a nuestra supervivencia. Todavía lo hacen y son social e individualmente positivos. Las ceremonias y dioses son diferentes según las culturas y constituyen las diferentes religiones, que son productos históricos, y que por la misma razón pueden predicar el amor o la guerra, salvan y matan; o mejor dicho, los seres humanos salvamos o matamos en nombre de ellas. La mayor parte de los dioses “hablan” de amor y de paz. Pero en las instituciones que se apropian de la intermediación entre el creyente y el dios correspondiente emergen otros intereses, con sus burocracias y sus secretos que, amparados en la fe, el misterio y en la propia naturaleza humana, se preocupan más del poder terrenal que de la supuesta salvación de los fieles.

En estos tiempos de desafíos globales y de déficit de utopías sería conveniente no dejar en las manos de entelequias sobrenaturales y de burocracias intermediarias el destino de la humanidad, que está necesitando certezas basadas en la realidad de aquí y ahora para asegurar su futuro. No está mal apelar al mismo tiempo a un espíritu de tolerancia para cualquier tipo de creencias que un semejante pueda profesar, puesto que todos estamos conformados para que pueda ser así, y de desconfianza cuando nos las quieren imponer en nombre de verdades absolutas, dioses “verdaderos” y otras afirmaciones movidas por fanatismos, intereses corporativos, coyunturas históricas o relaciones de fuerza. Es quizá en vano tratar de convencer a los que tienen fe, basta con respetarlos. A propósito de la fe, Thomas Paine decía: “Intercambiar argumentos con alguien que ha renunciado a la lógica es como darle medicamentos a un muerto”. Es tiempo, en cambio, de darle importancia a lo más salvador, que es el sentimiento de identidad, de inclusión, de destino común, de empatía y solidaridad con los otros –que lo llevamos dentro–, y despreocuparnos ya de cómo se llama el dios de turno y todo lo que nos promete en su nombre para cuando ya no estemos en condiciones de informar a los sobrevivientes si realmente cumple.

por Leo Harari en Brecha

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