Perú: Historia del etnocidio en América Latina

Reprimiendo las manifestaciones indígenas, García y su gobierno están seguros que actúan dentro de la legalidad vigente al hacer cumplir la ley, evitando un atentado contra la propiedad privada y los derechos de las trasnacionales


Autor: Wari

Reprimiendo las manifestaciones indígenas, García y su gobierno están seguros que actúan dentro de la legalidad vigente al hacer cumplir la ley, evitando un atentado contra la propiedad privada y los derechos de las trasnacionales.

El siglo XXI depara sorpresas insospechadas, los travestismos políticos pueden acabar con la dignidad y transformar, otrora antimperialistas y nacionalistas, en defensores de las trasnacionales. Es el caso de Alan García y su gobierno.

Sin grandes diferencias, los métodos para consolidar el poder de estos conglomerados guardan semejanza con los utilizados en el periodo post-independencia para solventar la reforma liberal. Concesiones para ferrocarriles, puentes, represas, carreteras. Dinero y corrupción para contentar la elite política y bases militares para reducir el peligro de golpes de Estado nacionalistas. Era la manera de conseguir los objetivos: el control político, económico y militar de un país.

El Estado peruano corrobora hoy estas estrategias ejercitando la represión sobre sus pueblos originarios. Si en el siglo XIX se lleva a cabo la expulsión de los territorios pertenecientes a los pueblos indígenas para satisfacer las ansias de acumulación de las oligarquías criollas y el imperialismo decimonónico, representado por Estados Unidos y Gran Bretaña, hoy se enajenan sus propiedades para beneficio de las trasnacionales y las nuevas oligarquías.

Sin embargo, nunca fue una tarea fácil para las clases dominantes poner en práctica estas decisiones. Son ya quinientos años de resistencia. Pero la contrapartida ha sido utilizar los ejércitos como arma disuasoria. Las primeras campañas de las fuerzas armadas profesionales en Argentina, Chile, México, Perú, Colombia, Paraguay, entre otros países, tuvieron enfrente a los araucanos, pehuenches, quechuas, aymaras, patagones, chichimecas o pampeños. Fueron los primeros enemigos internos. Las matanzas han pasado a la historia.

Las oligarquías se ufanaron de tales estrategias para esquilmar las riquezas de sus pueblos originarios. Asimismo, la escasez de mano de obra llevó a los pueblos indígenas a una explotación en condiciones de cuasi esclavitud, causa coadyuvante de un exterminio lento pero continuo.

El cuadro se generalizó en toda América Latina. Brasil, México, Guatemala vieron disminuir sus poblaciones aborígenes con la misma celeridad que lo habían hecho durante la conquista. A sus ideólogos y promotores no se les arrugó su conciencia al adjetivar dichas prácticas como una diatriba entre «civilización o barbarie».

Hoy Alan García habla de la batalla por el progreso. Ampliar el coto de las haciendas y hacer de sus dueños flamantes terratenientes fue una y la misma cosa. Las leyes contra vagos y maleantes fueron el argumento para retener en los latifundios a la población indígena. Durante estos dos siglos de independencia se han establecido legislaciones draconianas contra los derechos de los pueblos indígenas. So pretexto de ofrecerles un mundo mejor, se les obliga a vender sus tierras, desplazarse o renegar de los derechos de propiedad en beneficio del libre mercado.

Si son obedientes y sumisos, a cambio de ceder tierras, se les reubica en parcelas o transforma en cooperativistas, a cambio se les promete construir un dispensario de salud abierto dos horas al día, una escuela sin medios, gozar de electricidad a precios de usura y comprar semillas transgénicas. Toda una demostración de la discriminación étnica y del engaño. Se les considera pueblos sin futuro, superados por la historia. Sólo se admite su perfil folclórico para beneplácito de las empresas turísticas. Indios para la exportación.

En la actualidad, las oligarquías criollas, en connivencia con las transnacionales proyectan una segunda gran revolución. Consolidado el orden excluyente y la reforma del Estado en sus aspectos básicos: privatización, descentralización, desregulación, flexibilidad del mercado laboral, ahora se dan a la tarea de apoderarse de las selvas semitropicales, las aguas, el subsuelo, etcétera. Son los nuevos megaproyectos donde participan empresas de energía, farmacológicas, automotrices, de alimentación, constructoras. Es la unión del capitalismo trasnacional y los cipayos para adueñarse de los últimos reductos del planeta sin explotar.

Todo está diseñado, desde las formas de gobierno, la gobernanza, hasta las redes para capitalizar la inversión. Un nuevo imperialismo se dibuja en las entrañas de América Latina. La democracia representativa se reduce a un cascarón vacío. El control sobre la población obliga a constreñir los derechos políticos a su mínima expresión: el voto. No cabe la diferencia, la dignidad, la justicia social, menos aún los pueblos indígenas, acusados de ser los responsables del subdesarrollo.

Lo sucedido en Perú no es una excepción, se repite con intensidad variable en otros países. En México, por ejemplo, no podemos soslayar la resistencia del EZLN por salvaguardar la Selva Lacandona y las formas de autonomía en las Juntas de Buen Gobierno y los caracoles.

En Chile la represión sobre la población mapuche, aplicando las leyes antiterroristas de la dictadura, tiene como objetivo desplazar la población más al sur y construir represas. Los gobiernos socialdemócratas de la Concertación no dudan en mantener encarcelados a más de 500 mapuches y asesinar a dirigentes en «supuestos» enfrentamientos con las fuerzas de orden.

En Colombia se les dispara bajo el pretexto de la doctrina de la seguridad democrática. De esta manera se restablece el orden. Acusados de terroristas y antipatriotas, se les aplican leyes ad-hoc para exonerar a quienes disparan y asesinan practicando el etnocidio. En estos caso, como suele ocurrir, el sentimiento de impunidad cubre los hechos al interpretarse las acciones de las fuerzas armadas como actos perpetrados en legítima defensa.

Alan García y su gobierno están convencidos de no haber cometido crímenes de lesa humanidad, ni etnocidio. Por el contrario, están seguro que actúan dentro de la legalidad vigente al hacer cumplir la ley, evitando un atentado contra la propiedad privada y los derechos de las trasnacionales. Su nombre no debemos olvidarlo, entra de lleno en la historia de la ignominia y la traición contra los pueblos indígenas cometida por los socialdemócratas en nombre del progreso.

Por Marcos Roitman Rosenmann

La Jornada


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