Una semana en Caracas

Poco antes de este viaje que me apresto a relatar, con el equipo de HispanTV habíamos entrevistado a la diputada opositora María Corina Machado, en la sede del ex Congreso, en Santiago

Por Wari

31/08/2013

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Poco antes de este viaje que me apresto a relatar, con el equipo de HispanTV habíamos entrevistado a la diputada opositora María Corina Machado, en la sede del ex Congreso, en Santiago. Ella es la estrella de la oposición, o casi. Quiso ser candidata presidencial, pero la derrotó en 2012 el gobernador Henrique Capriles, en elecciones primarias organizadas nada menos que por el Consejo Nacional Electoral (CNE), hoy acusado de los más atroces fraudes a favor del chavismo.

Dato curioso: la participación del CNE fue solicitada por la propia oposición, que no confiaba en su propia honestidad, como le ocurre al senador Camilo Escalona con el partido que él mismo organizó; el sabrá por qué.

María Machado, una cuarentona de sonrisa congelada, de figura voluptuosa, vestida de blanco, nos dijo lo mismo que dice siempre (no importa cual sea la pregunta): que en Venezuela se vive una situación similar a la de la dictadura en Pinochet, que no hay respeto alguno a los derechos humanos por parte de un régimen ilegítimo que ha ocupado todas las instancias institucionales (menos, obviamente, su cargo de diputada). Que las cosas habían llegado a tal nivel que ella misma había sido agredida vilmente por una diputada chavista (seguramente una pobladora tipo Roxana); para demostrarlo, con gesto coqueto mostró un parche en la parte superior de la nariz, que según se evidenció en diversas fotografías, correspondía en realidad a una de las tantas y acertadas cirugías que la embellecen por fuera.

En suma, según la diputada, Venezuela ya es irrespirable. Más irrespirable se habría hecho, sin duda, si hubiesen tenido éxito los planes golpistas que ella le confesó hace tres semanas al historiador Germán Carrera Damas. En una conversación secretamente grabada por uno de sus propios seguidores, Machado repudia a Capriles por haberse chantado en sus llamamientos iniciales a la violencia, tras su derrota en la elección del 14 de abril, y que causaron la muerte a 15 personas del bando chavista.

Machado también reveló que el líder de la opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD), Ramón Guillermo Aveledo había pedido ayuda en Washington para un golpe de Estado. Lo que le molestaba a Machado no era la petición, sino el hecho de que no pudiera hacerla ella misma: era un enredo de competencias.

En Chile esta señora tuvo en éxito tremendo. Se besó y abrazó con la ministra Cecilia Pérez, y los ex presidentes Ricardo Lagos y Eduardo Frei; con los parlamentarios DC Patricio Walker y Gabriel Ascencio, con el omnipresente DC Gutemberg Martínez, con el abogado tabacalero y ex ministro pinochetista Hernán Felipe Errázuriz, el general de división Humberto Oviedo (comandante de Eduación y Doctrina del Ejército), y el PS Mario Artaza, ex director de Política Exterior de la Cancillería durante el Gobierno de Lagos.

Incluso la aplaudió en el Salón de Honor del ex Congreso el doctor Arturo Girón, ex médico personal de Salvador Allende, y principal testigo de su suicidio.

A toda esta gente Machado le hizo pucheros, y también -cómo no- a los medios, donde siempre encontró un hombro receptivo, una mirada de compasión. Los mismos medios que nos informaban acerca de la hambruna que el desabastecimiento estaba provocando en Venezuela donde ya los ciudadanos ni el poto podían limpiarse por culpa del castro-chavismo-comunismo ateo y marxista.

AHORA SÍ, EL VIAJE A LA TIERRA DE NADIE

Todos aplaudieron cuando el avión aterrizó en Maiquetía; la inmigración tomó diez minutos, y otros cinco las valijas. Milagro. Encima, cero trabas para la bicicleta de Julieta (tres años) en la aduana. En la puerta espera mi viejo amigo Michel, y vamos subiendo desde el mar a los 900 metros de Santiago de León de Caracas, “ciudad insurgente”, por las invencibles autopistas construidas por el dictador Marcos Pérez Jiménez en los años 50.

Me dediqué desde ese instante a mirar y preguntar por las inmensas colas, el hambre y el desabastecimiento que denunciaban la diputada Machado, El Mercurio, CNN, etc. “Hubo alguna escasez por la campaña del terror de la derecha, pero ya se normalizó”, me dice Ilva, una comunicadora social partidaria del Gobierno. “La escasez ha sido terrible, y los precios ni te digo, no sé cómo vive la gente”, contrapuntea más tarde Solange, una economista adversa al chavismo.

¿A quién le cree uno? Hay que ir a un supermercado, no queda otra. Elijo el híper de la cadena Bicentenario, del Estado, que garantiza “precios justos”. Veo una inmensa cola exterior y un supermercado abarrotado, pero con pocos clientes. Pregunto qué pasa, y el guardia informa que dejan entrar de a diez, para evitar atochamientos en las cajas.

Voy entonces al Vasco da Gama, tipo ABC1. Sin colas afuera, pero sí por todo el pasillo para pagar. No sé cuál fórmula es peor. Hay más variedad de productos, especialmente del tipo orgánico, light, sin preservantes, camarones ecuatorianos, pasta italiana, aceites italianos, vinos chilenos, mozzarella fresca, etc., y es más bonito. La gente es más blanca, y malhumorada. En el Bicentenario la cola se convertía rápidamente en un foro sobre cualquier cosa, y aquí cada uno en lo suyo. Los precios del Vasco son mucho más altos.

Solange me informa que el abastecimiento está bien sólo en Caracas, pero en el interior es un desastre. Un detalle imposible de verificar. Lo mismo le ocurre a casi todos los reporteros internacionales: caen en un círculo de clase media, educada y multilingüe, donde les cuentan lo que pasa en lugares a los que no pueden ir, ni se atreven a ir tampoco ellos mismos. Las poblaciones, por ejemplo, que aquí se llaman barrios, y están en las montañas.

Pero yo aquí soy local, no necesito creer todo lo que dicen, ni entrar en debates. Tomo la Línea 1 del Metro hasta la estación Capitolio, salgo a la esquina donde se enfrentan el convento de San Francisco, sede de la antigua Universidad de Caracas  (hoy Central de Venezuela) y la Asamblea Nacional. Camino un par de cuadras hacia las escaleras de El Calvario y tras una pequeña cola subo a una “camionetica”, un minibus que lleva gente al barrio.

Subimos así al famoso “23 de Enero”, un inmenso barrio popular que mezcla inmensas torres de los años 50 con miles de viviendas que se acomodaron vía toma de terrenos, por décadas, a la geografía escarpada del cerro. Yo conocía estos parajes de mis tiempos de joven reportero de calle (ahora soy un viejo reportero de calle), cuando por la mitad de la vía corría un riachuelo de mierda y los niños andaban sin ropa por cualquier lado, con sus barrigas hinchadas y malnutridas. Gente que tiraba la basura por la ventana, no había escuelas, no tenían siquiera cédula de identidad, pero sí televisores y autos.

La última vez que anduve por aquí fue en 1992, cuando huían los soldados alzados con Chávez y los protegían los vecinos. Nadie de clase media viene aquí porque -dicen- de aquí no se regresa. Aquí reinan el crimen y el chavismo, que son lo mismo.

LA TUMBA DE CHÁVEZ

A lo lejos, un inmenso edificio tiene el borde de su azotea pintado: “Colectivo Socialista Salvador Allende”. Por el cerro, en cada curva, un colectivo socialista. En cada casita, la foto de Chávez. La gente sube y baja del “carrito”, entre ellos numerosos escolares, niños mulatos bulliciosos. Nadie parece reparar en mi inocultable pinta extranjera, con short y sandalias.

Busco a los niños barrigones, las casas destartaladas de antaño. Me pregunto dónde está esa pobreza inimaginable de la que habla María Corina Machado. En otra parte, claro, me dice Solange, ése es un barrio chavista. Siempre será en otra parte, entonces, porque casi todos los barrios son chavistas.

Pregunto al chofer donde está el Cuartel de la Montaña, “porque vengo a ver al Presidente”.

-Te pasaste que jode, eso está abajito.

-Es que venía mirando p’al otro lao.

-No te preocupes

El hombre paró a un colega en medio de la ruta donde uno creería que no caben dos minibuses como esos, y me monté de vuelta. Llegué por fin al cuartel “4 de febrero”, el lugar en medio del 23 de Enero, donde el presidente Hugo Chávez quiso que se pusieran sus huesos. Desde este cuartel dirigió el alzamiento del 4 de febrero de 1992, y allí mismo reconoció su derrota, asumió toda la responsabilidad y dijo que había perdido “por ahora”. Indeleble.

El Cuartel fue erigido a principios del siglo XX por un héroe venezolano, el Presidente Cipriano Castro, un nacionalista que se negó a pagar los intereses usureros de la deuda externa, razón por la cual Inglaterra, Alemania e Italia le mandaron cañoneras, bombardearon el territorio y hundieron naves venezolanas. No pagó, pero fue obligado por Estados Unidos a destinar el 30 por ciento de los ingresos aduaneros a los bancos europeos. Castro fue finalmente derrocado por un aliado y amigo más abierto a la “modernidá”: Juan Vicente Gómez, en 1908.

En el cuartel me dio susto que me pararan en la puerta, por andar de pantalón corto. Pero no. Un miliciano de unos 20 años, vestido de kaki, junta al grupo que se había formado y nos da una advertencia seria: “van a visitar la tumba de nuestro comandante Hugo Chávez Frías”. Ojo. Y partimos por la explanada que domina la ciudad de Caracas desde el noroeste. Para el frente, cerros y casas proletarias. Para abajo, rascacielos y palacios oficiales. Por eso el golpe se hizo desde aquí.

Nos paramos al exterior de la tumba del Comandante, diseñada por el artista Fruto Vivas en los días aciagos de la agonía. Es una “flor de cuatro elementos”. Explica Vivas: “Yo propuse que Chávez debía estar sobre una flor y un espejo de agua, los cuales se aprobaron. Lo más lindo de ese diseño fue el volumen de gente que trabajó sin dormir”.

“Fue una experiencia hermosísima la construcción de la Flor de los Cuatro Elementos”, añadió.

“Aquí nadie había soñado en que el pueblo se pudiera organizar en comunas, estructuras populares funcionando y que tienen responsabilidad directa en nuestra formación. Eso es lo más grande de Hugo Chávez, darle el poder al pueblo, eso es lo que nosotros admiramos”, dijo.

Un fuego eterno flamea en línea recta, en la montaña. Explica el miliciano: “Desde aquí se observan los poderes; allá abajo el Palacio de Miraflores, el Poder Ejecutivo; más allá la Asamblea Nacional, el Legislativo, aquí más cerquita aquel templo, el Poder Religioso, y aquí por todo alrededor, la parroquia 23 de Enero: el Poder Popular, que protege a nuestro comandante”.

Lo más grande de Hugo Chávez. Lágrimas mías, de Soledad y de los demás.

PLAZA BOLÍVAR

Bajé a pie de aquellos cerros, sin escuchar consejos acerca de los horríbles crímenes que me esperaban. Llegué al parque Ezequiel Zamora (otro héroe popular, esta vez de la guerra de Federación), antiguamente “Parque El Calvario”, y por ahí hasta mi lugar de partida. El Capitolio, a dos cuadras de la Plaza Bolívar, el corazón histórico de Caracas.

Me detengo en una chocolatería, al lado del “Teatro Principal”, construcción de 1930, luego degradada, convertida en cine porno (en la esquina opuesta de la sede de la Cancillería, la Casa Amarilla), y cuidadosamente restaurada en 2011 para la dignidad republicana. Tomo un chocolate frío y avisto un techo de lona en la Plaza, me acerco: unas 50 personas debaten animadamente con un panel de cinco personas. Es un debate de teatro, al atardecer, en pleno centro. Camino a la otra esquina, la “esquina roja”, donde unas 20 personas miran un noticiero de TV y discuten sobre su contenido.

Obscurece en Caracas, y yo recuerdo inevitablemente a los predicadores, las putas y putos de 14 años, los chistes groseros que encantan cada día a nuestra gente en la Plaza de Armas.

Entro en una sucursal de la “Librería del Sur” (cadena estatal). Miro toda clase de libros; el más caro cuesta como 20 mil pesos; el más barato, unos 100. Imposible no comprar, aunque sé que no podré llevarlos de regreso. Al fondo de la librería escucho susurros: cinco mujeres de más de 50, casi todas negras o mulatas, conversan con un joven de unos 25, alrededor de una mesa. Es un taller literario.

Por esos días el presidente Nicolás Maduro anuncia los primeros altos funcionarios encarcelados en su operación anticorrupción (ya van más de diez), la gente celebra el nombramiento de Eduardo Samán (un Robin Hood criollo, ex ministro odiado por las corporaciones) como defensor de los derechos del consumidor, con poderes ejecutivos. Henrique Capriles insiste en que le robaron la elección y que la auditoría del cien por ciento de los votos es un fraude. María Machado es sorprendida confesando las conspiraciones golpistas, y lo reconoce. Los aterradores datos de asesinatos siguen ocupando páginas y análisis.

Comienza a llover y corro al Metro, de Capitolio a Bellas Artes. Me pregunto allí si soy un ciego ideologizado que sólo puede ver lo que quiere ver y no el desorden, la basura, la desidia, el tráfico alocado, la corrupción o la ineficiencia que ven los otros. Lo veo, sí, pero veo también gente libre allí, ocupando sus nuevos espacios, con sus propios modales, sin temores.

Veo los viejos cerros pestilentes, ahora pintados y pintorescos, con niños y niñas de piel obscura circulando, la gente metida en sus cosas, reperando un auto, destapando una alcantarilla, escuchando salsa, tomando una cerveza, hablando a viva voz. Es Caracas.

Hay inflación, la derecha acapara y se asusta, los universitarios de derecha lanzan una huelga, el dólar sube como flecha, y Caracas mantiene su ritmo caótico y alegre; los desconocidos se hablan, la gente ayuda a los ancianos, suena la rumba: siento que veo lo que hay que ver, lo que otros no quieren ver. Y me agarra la lluvia sin compasión a la puerta de mi casa. Recuerdo la épica foto de Chávez, empapado en su última concentración, en octubre, al cierre de su campaña: “Si el pueblo se moja, yo también me mojo”, aunque sea por última vez. Y así fue.

Por Alejandro Kirk

El Ciudadano Nº144, julio 2013

Fuente fotografía

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