Venezuela: llorar y luchar

El 27 de febrero de 1989, Venezuela experimentó un tsunami económico, social, político y psicológico que ayuda a explicar toda la historia posterior del país

Por Wari

17/06/2013

Publicado en

Latinoamérica / Política

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El 27 de febrero de 1989, Venezuela experimentó un tsunami económico, social, político y psicológico que ayuda a explicar toda la historia posterior del país. Costó al menos mil vidas, asesinadas a balazos por militares y policías. La jornada, y las que le siguieron, son conocidas hasta hoy como «El Caracazo», y allí comenzó, exactamente, el proceso que llevaría a Hugo Chávez a comandar la Revolución Bolivariana hasta el día de su muerte, el 5 de marzo de 2013.

Al momento de escribir estas líneas, centenares de miles de venezolanos y venezolanas acompañan a Chávez desde el hospital militar de Caracas, donde murió, hasta la Academia Militar, su alma mater y lugar del velatorio. Es un cortejo de caras mulatas de pueblo vestido de rojo, repleto de jóvenes. La mayoría niños o adolescentes en 1998, año del primer triunfo electoral de Chávez. El corresponsal de HispanTV en Caracas, Marcos Salgado, dice que la emoción está allí a flor de piel.

La escena de desgarro se repetiría dos días más tarde, en el funeral. Pero vale preguntarse: ¿es sólo desgarro? «Chávez vive, la lucha sigue», dice una de las consignas más voceadas, a tono con la línea enunciada por el mando político-militar: victoria y unidad, no lamentos, honran la memoria del líder.

En Miami, en cambio, se organizaban fiestas y celebraciones de la comunidad «exiliada», protagonizadas por líderes de la oposición de derecha y mujeres de piel blanca y cabellos lisos que cantan felices «se fue, se fue, se fue…», delatando la bronca parida que el líder revolucionario despierta en quienes fueron dueños del país hasta 1998.

¿DE DÓNDE SALIÓ CHÁVEZ?

Hugo Chávez pertenece a un hogar humilde de Barinas, localidad histórica de los llanos occidentales, cuna de las unidades de vanguardia del Ejército Libertador de Simón Bolívar. Los cronistas coloniales españoles describían con respeto y temor a estos guerreros que a veces combatían semidesnudos y sin armas, y que recorrieron todo el continente suramericano en el siglo XIX.

Durante la «Guerra Larga» o Guerra Federal venezolana de 1859-63, uno de los héroes de Chávez, el general federalista Ezequiel Zamora, al mando de un ejército de campesinos llaneros, propinó una demoledora derrota a las fuerzas del Gobierno central en la localidad de Santa Inés, aledaña a Barinas, batalla de la que Chávez extrajo enseñanzas duraderas y que utilizó en su vida política.

En desventaja y acorralado, Zamora eligió el pueblo de Santa Inés para obligar a las tropas enemigas a cruzar el río y adentrarse en terreno favorable a la defensa. Diseñó tres líneas defensivas que desgastaron a los atacantes, quienes se encontraron con un formidable contraataque en la última línea, que los puso en fuga.

En sus batallas polìticas, Chávez siempre utilizó la estrategia de Zamora, de dar batalla en el lugar y el momento más favorable, y elegido por él.

En los años 70, cuando Chávez era adolescente, su hermano Adán -hoy gobernador del estado de Barinas- militaba en las filas del clandestino Partido Revolucionario Venezolano, dirigido por el legendario comandante guerrillero comunista Douglas Bravo, que no aceptó la pacificación pactada por el Partido Comunista en 1967, que puso fin, en derrota, a la lucha armada iniciada en 1962.

En la Academia Militar, Chávez fue un cadete de temperamento rebelde, que fluctuaba entre la política soterrada de cuartel y su afición por el béisbol. Influenciado por su hermano, la inteligencia militar lo detectó ya como cadete formando grupos bolivarianos, mientras completaba su formación, para egresar en 1975 como subteniente.

El 17 de diciembre de 1982, Chávez y otros tres oficiales hicieron un juramento bajo un viejo árbol, el «Samán de Güere», declarado monumento nacional en 1933, cerca de Maracay, 100 km al oeste de Caracas, donde Chávez era entonces oficial de inteligencia. Un punto alguna vez visitado por Simón Bolívar, y notables como Alexander von Humboldt y Andrés Bello.

El juramento está basado en uno efectuado por Simón Bolívar, y que promete liberar a los oprimidos del yugo de la oligarquía. Fue el primer acto del Movimiento Revolucionario Bolivariano que llegó a reclutar a centenares de oficiales hasta la rebelión de 1992.

Sus compañeros de promoción, con muy pocas excepciones, lo respaldaron en 1992, y siguen con el proyecto bolivariano hasta hoy. Varios de ellos, como las unidades de Valencia y Maracaibo, completaron su misión. Otras mantuvieron a raya a las fuerzas del Gobierno. Como lo dijo el mismo Chávez al entregar las armas, fue precisamente el grupo de Caracas quien fracasó en ocupar los puntos cruciales del poder. Y asumió toda la responsabilidad.

En ese momento, Chávez era comandante de un batallón en la 42 Brigada de Paracaidistas de Maracy, una unidad de elite del Ejército.

El comando de la sublevación se estableció en el Museo de Historia Militar, hoy conocido como Cuartel 4 de Febrero, ubicado en una colina que domina el palacio presidencial de Miraflores, en medio del inmenso barrio popular «23 de enero», un bastión del chavismo. Allí, como lo pidió Chávez, permanecerá su cuerpo.

EL GOLPE ABORTADO

Como Salvador Allende, desde el mismo día de su elección en 1998, Chávez enfrentó el odio de la oligarquía venezolana y del imperio norteamericano, que siempre buscaron una salida rápida -via golpe militar- y que casi lo lograron el 19 de abril de 2002. Ese día, Chávez fue secuestrado por una cúpula militar-empresarial y conducido a diversas unidades hasta que una rebelión popular espontánea y sin precedentes torció en 48 horas la mano del destino trazado por los golpistas y su «presidente» empresario, Pedro Carmona Estanga, conocido desde entonces como «Pedro el Breve».

Ese pueblo que demandaba ver a Chávez, rodeando los cuarteles en todas las ciudades, no portaba armas ni banderas polìticas, sino un librito azul en miniatura, que muchos conocían de memoria: la Constitucion Bolivariana, aprobada por una Asamblea Constituyente y refrendada en plebiscito popular, en 2000. La diferencia entre 2002 y 2013 es que esa misma gente ha experimentado desde entonces un proceso de inclusión en la vida política, en la conduccción de sus propios asuntos, a través de los consejos comunales, dotados de atribuciones y recursos propios. Son los mismos, sólo que mejor alimentados, instruidos, sanos y organizados.

Hay también ahora miles de emisoras de radio y televisión comunitaria en que se expresan voces de todo tipo, generalmente sin censuras ni tapujos, incluida la protesta, que en Venezuela no se esconde: contra la ineficiencia, la corrupción, el clientelismo, el malgasto o el abuso de poder, algunos de los males endémicos del país, reconocidos por todos y en primer lugar por el propio Chávez.

Si en 2002 los medios de comunicación comerciales se convirtieron en el ariete organizativo del golpe, en 2013 el panorama es radicalmente diferente. No porque los medios comerciales hayan cambiado, sino porque tienen un contrapeso que los «analistas» de turno suelen menospreciar, a veces por mala leche, y otras porque sencillamente no entienden lo que ocurre.

El vicepresidente venezolano, Nicolás Maduro, anunció el 5 de marzo una investigación científica para determinar si el cáncer de Chávez fue inducido. O sea, para averiguar si fue asesinado, para completar la tarea inconclusa de 2002. Si todos los jueves se reúne en la Casa Blanca de Washington un comité dirigido por el presidente Obama para decidir quiénes serán asesinados en la semana, si se han comprobado 600 atentados frustrados contra la vida de Fidel Castro, es perfectamente legítimo preguntarse si este cáncer fue obra sólo del destino.

LA MALA LECHE

Leo en El Mostrador a un personaje de caricatura: el «Capitán de Navío en retiro» Fernando Thauby. De caricatura, digo, por su bigotillo de puntas engominadas, imitación criolla de aquellos oficiales británicos en la India que, como Thauby, no entendieron nunca dónde estuvieron, con quiénes, ni qué fue lo que pasó allí.

Thauby titula su columna: «Venezuela: la comedia llega a su fin y la tragedia comienza». ¿La comedia? ¿La enfermedad y muerte de Chávez fueron una comedia? En fin, pueden ser licencias de un afán literario, pero luego se lanza en una delirante especulación de las perspectivas del vicepresidente Nicolás Maduro de conquistar la Presidencia, que considera prácticamente nulas por no tener un poder de fuego directo bajo su mando. Y concluye que el desenlace más probable de la situación actual es un enfrentamiento armado.

Lo de Thauby es un deseo de violencia desde la derecha, muy parecido al de José Miguel Vivanco, el chileno de Human Rights Watch, desde la «centroizquierda», quien en un extenso análisis dedica sólo una línea al «breve golpe de Estado» de 2002, y se lanza en una diatriba post-mortem contra el mandatario venezolano, y su «legado autoritario». Curiosa fiscalía esta de Vivanco, preocupadísimo por el estado de las libertades en Venezuela, donde ni siquiera están presos los golpistas, y calladito acerca de los asesinatos diarios de sindicalistas, polìticos y periodistas en México, Colombia u Honduras.

Thauby y Vivanco, como muchos otros, no entiende -ni entenderá- qué ocurrió el 13 de abril de 2002, cuando millones de venezolanos en la callle derrotaron, desarmados, un golpe de Estado. Así no más, poniendo el pecho y unos papelitos hechos con bolígrafo que decían «Dónde está Chávez». Para la gente como Thauby y Vivanco, o sea, la inmensa mayoría de quienes mandan en Chile, el pueblo es una entelequia, una masa informe a la que de cuando en cuando hay que disciplinar con balas, cuando faltan el pan y el circo.

EXTRAÑO DICTADOR

En Venezuela es conocida hasta por los niños una Constitución que reconoce al pueblo como único soberano; un orden político, jurídico y social explícitamente basado en la tradición de lucha de los pueblos aborígenes contra los colonizadores españoles, en quienes combatieron por la independencia, y en quienes en la historia del país han revindicado la justicia social y la igualdad.

Raro dictador fue este comandante, principal promotor de la cláusula constitucional que permite la revocación del mandato presidencial y de todos los cargos de elección popular, cláusula que le fue aplicada a él mismo en 2006, y que ganó por paliza de 60 por ciento, en lo que debe haber sido el comicio electoral más vigilado de la historia mundial.

La torcida forma «occidental» de ver las cosas condenó desde el principio a Chávez sin tregua ni juicio, por supuestos obscuros propósitos totalitarios -que nunca se materializaron- mientras se le otorgaba a Barack Obama el Premio Nóbel de la Paz en «verde», en anticipo por sus grandes proyectos de paz, que jamás tuvieron lugar.

Nada ha cambiado en la derecha (ni en sus aliados de «centroizquierda») igualmente obscena y perversa en todos lados. La grave enfermedad de Chávez, y la reacción sólida y serena del pueblo venezolano, no fueron un escenario que los impulsara a reflexionar y buscar un camino de paz, diálogo y comprensión. Al revés, vieron en este drama una oportunidad de desestabilizar y dividir, de crear un caos social y político mediante todas las técnicas contrarrevolucionarias -en un libreto bien conocido en Chile-, desde los rumores hasta el desabastecimiento de productos esenciales.

Personajes chilenos de distinto pelaje contribuyeron -y siguen contribuyendo- a esta campaña. Mejor ni hablar de la ultraderecha. Inolvidable la reacción del gobierno del Presidente Ricardo Lagos ante el golpe de 2002, cuando una declaración oficial de la Cancillería -a cargo de Soledad Alvear– culpó al propio Chávez de lo ocurrido y justificó a los golpistas. El actual presidente del Senado, Camilo Escalona (PS), alguna vez comparó a Chávez con Pinochet. De ahí hasta la felicidad exultante manifestada el 5 de marzo por el locuaz twitero Iván Moreira, hay muy poco trecho.

EL DESGASTE DEL PODER

Sorprende a los políticos tradicionales que Chávez haya ganado elecciones aun sin participar en ellas, como ocurrió en diciembre de 2012, cuando los candidatos chavistas ganaron 20 de las 23 gobernaciones estatales de Venezuela. Sospechan cuando mandatarios como Rafael Correa, de Ecuador, y Evo Morales, de Bolivia siguen ganando elecciones sin que se note el grave «desgaste» natural que dicen que viene con el poder. Según ellos, debe haber gato encerrado, fraude, trampa: nadie está en el poder 14 años y gana con 56 por ciento de los votos.

El cientista político argentino Atilio Borón tiene otra explicación: sólo se desgasta en el poder quien lo ejerce en contra del pueblo que lo eligió. Quien prometiendo democracia, equidad, derechos y bienestar, aumenta las desigualdades, la indefensión y el abuso. Quien prometiendo participación e inclusión, recurre a la represión para acallar las demandas de estudiantes, pueblos originarios o trabajadores.

Ese engaño constante es la base de la «estabilidad política» que tanto gusta a los inversionistas y que se basa en la «alternancia en el poder» de dos bloques supuestamente antagónicos, que con tenues matices mantienen siempre el mismo modelo, y se ceden mutua y graciosamente el poder en cada período. Así era en Venezuela hasta que el «desgaste» se tragó todo el sistema en un pantano podrido de tráfico de influencias y corrupción generado por la crisis económica y financiera.

Por algún motivo los grupos dominantes se niegan a ver lo que casi todos los demás ven, hasta que les explota en las manos.

Así apareció el comandante Hugo Chávez en la vida de los venezolanos y las venezolanas. El 4 de febrero de 1992, en una rebelión militar que fue aplastada por las tropas leales al Gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez. A cambio de su sometimiento, Chávez negoció unos minutos de televisión, que quedarían grabados en las conciencias hasta el sol de hoy: «Nuestros objetivos no se han cumplido… Por ahora».

EL CARACAZO

En febrero de 1989, Carlos Andrés Pérez (CAP) regresó a la Presidencia de Venezuela cabalgando sobre una mayoría hasta entonces sin precedentes -56 por ciento de los votos-, basada en el recuerdo de los supuestos buenos tiempos de su primer mandato, entre 1974 y 1979.

En esos años, la renta petrolera se disparó, y el Estado, rico y dadivoso, subsidiaba todo, desde los alimentos hasta trabajos ficticios, como un ascensorista por cada ascensor de cada edificio del país. Al mismo tiempo, se proyectaba la «Gran Venezuela» de las grandes industrias básicas estatales, y se efectuó una nacionalización pactada del petróleo, que cambió el nombre de las empresas y dejó todo tal como estaba.

Sin embargo, en los diez años que mediaron entre el fin del primer período de Pérez, y el inicio del segundo, Venezuela se sumergió en el pantano de la crisis de la deuda externa. En 1983, y por primera vez en más de 30 años, se devaluó la moneda y se establecieron controles de cambio para detener la hemorragia financiera, sin éxito. La pobreza comenzó a crecer y apoderarse del día y de la noche.

Una noche e ese tiempo me encontré cenando en casa de empresarios medianos, en una urbanización lujosa de la ciudad. Una de esas cenas venezolanas alegres, regadas, generosas e interminables, en que de pronto salió el tema de la crisis, de la pobreza galopante. En eso alguien prende un habano y lanza una confesión inesperada: «¿Cual crisis? Nunca habíamos ganado tanto como en esta supuesta crisis». Se produjo un silencio, y la conversación derivó después hacia las gangas de ropa en el extranjero, y lo caras que resultaban en Venezuela, por culpa de sus anticuadas reglas aduaneras.

Desde el penthouse tropical, abierto, con helechos, se divisaban las luces del valle de Caracas y de sus cerros aledaños, un espectáculo tan hermoso de noche como revelador de día: aquí «nosotros» y allá «ellos», un contacto visual que en Santiago -ciudad plana- no existe y que permite apaciguar, o disfrazar, tanto el miedo de «nosotros» como la bronca de «ellos».

Esos cerros caraqueños, con sus negros, sus niños desnutridos y barrigones y todas sus miserias, siempre generaron alguna inquietud entre los más acomodados. Una sensación de vigilancia permanente, de espera. Y en el cerro -me enteraría yo como reportero de «barrios» en El Diario de Caracas– pasaba algo parecido, sólo que morigerado por el desánimo, la resignación y los lamentos.

Carlos Andrés Pérez, CAP, regresó al poder en 1989 con una promesa luminosa y una misión secreta, que develó rápidamente, dos semanas después, pensando tal vez que las cachetadas es mejor darlas de entrada. Cuando la gente aun consumía las últimas cervezas gratis de las fiestas del «partido del pueblo», CAP anuncia que el país debe enfrentar la realidad y asumir sus responsabilidades. O sea, obedecer al FMI.

Dicho y hecho: el 16 de febrero de 1989 se duplicó el precio del combustible, y se desató en 24 horas una ola de alzas que llegó hasta 300 por ciento. El objetivo final del FMI era reproducir el experimento chileno. Pero, una muchedumbre enfurecida comenzó el 27 de febrero a incendiar autobuses y cambió el curso del libreto del FMI. Pocas horas después, Caracas se convirtió en tierra de nadie, o mejor dicho, en territorio popular, con centenares de miles de personas sacando de las bodegas lo que el poco dinero no les permitía comprar, desde carne hasta televisores.

Entristecido, según dicen -como Nerón en el incendio de Roma-, pero resuelto, al ver que la policía no podía contener al pueblo, Pérez suspendió las garantías constitucionales y lanzó el Ejército a la calle, con instrucciones perentorias: restablecer el orden a cualquier precio. Lo que según testimonio de jóvenes oficiales de la época se tradujo en una sola opción: disparar a matar.

Para esa fecha, Pérez no era ya ni la sombra del hombre triunfador al que saludaban multitudes y a cuyo regreso presidencial acudieron desde Felipe González hasta Fidel Castro.

Asustado, el 4 de febrero de 1992, consiguió aplacar una rebelión militar dirigida por oficiales determinados a impedir que el Ejército siguiera siendo el guardián de la miseria, pero no consiguió detener el huracán político y social que él mismo había originado. En 1993 Pérez fue destituido por el Congreso, mientras en una cárcel el teniente coronel Hugo Chávez y sus seguidores tomaban ya las primeras decisiones de una venidera Revolución Bolivariana.

Chávez explicaría años más tarde que el «Caracazo» marcó a una generación entera de la oficialidad venezolana, proveniente en su mayoría de hogares pobres: no volverían a disparar contra su propio pueblo. Promesa que se ha cumplido rigurosamente.

¿Volverá la derecha al poder en Venezuela? Todo indica que sólo podría hacerlo con un golpe de Estado o una intervención extranjera, labores en que estaban ocupados los dos agregados militares norteamericanos expulsados el 5 de marzo. Chávez siempre se consideró un continuador de Salvador Allende, pero sin cometer los mismos ingenuos errores.

Líderes, caudillos, jefes, o como quiera llamárseles -con buena o mala leche- como Hugo Chávez, no aparecen porque sí, ni a cada momento. Después de Chávez, la Revolución Bolivariana no puede ser sino una obra colectiva, pluralista, abierta y participativa, como siempre dijo Chávez que debía ser.

Por Alejandro Kirk 

El Ciudadano Nº140, marzo 2013

Fuente fotografía

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