Etnia Mosuo en China: Donde manda calzón todos la pasan mejor

Muchos varones piensan que una sociedad con más poder femenino sería peor para ellos, pero la vida en los pocos “matriarcados” que existen en el mundo muestra todo lo contrario

Por seba

28/02/2009

Publicado en

Portada / Pueblos

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Muchos varones piensan que una sociedad con más poder femenino sería peor para ellos, pero la vida en los pocos “matriarcados” que existen en el mundo muestra todo lo contrario.

La mayoría de la población mundial vive en culturas patriarcales, es decir, donde el poder, el estatus y el prestigio son mayormente masculinos. Pero existen excepciones; pueblos en donde las mujeres nivelan o incluso superan a los hombres en la toma de decisiones de su comunidad. La fotoperiodista catalana Anna Boyé ha visitado algunos lugares donde las féminas la llevan, como la isla Orango Grande, frente a la costa de Guinea Bissau; una tierra donde las mujeres se organizan en asociaciones que gestionan la economía, el bienestar social y la ley. Son ellas las que imponen sanciones, dirigen, aconsejan, distribuyen y se las respeta como dueñas de la casa y de la tierra. Los hombres tienen algunas labores específicas –que requieren mayor fuerza-, pero prefieren que las mujeres sean las organizadoras.

A las poderosas mujeres de Juchitán, al sur de México, las localizó Boyé gracias a que una amiga mexicana le comentó que allí los índices de salud eran increíblemente altos. Cuando visitó el lugar, pudo comprobar que los niños se criaban sanos y que la gente parecía saludable y feliz. Allí se mantiene un antiguo matriarcado, que ha tenido que pactar y convivir con el patriarcado dominante. “Sin embargo, los negocios y el comercio están en manos de las mujeres. Es la asamblea de indias zapotecas, la que controla la vida económica de la ciudad. Son reconocidas en todo México por su inteligencia, valentía, habilidad y audacia”, cuenta la fotógrafa.

HOMBRES FELICES

La más destacable es la etnia Mosuo, que habita en la localidad de Loshui, en la zona suroeste de China, próxima a Myanmar y al Tíbet. Con una población de 35 mil habitantes, se distribuyen en alrededor de 50 poblados, cercanos al lago Lugu. A una altura de 2.700 metros, se desempeñan como pescadores y granjeros. Tienen una manufactura artesanal –destacan sus coloridos trajes- y más recientemente está floreciendo un incipiente “etno-turismo”. La religión de los Mosuo es panteísta; veneran a Mu de Gan, la montaña sagrada, que se concibe como la diosa del amor y a Shinami, el lago sagrado, visto como la diosa de la madre. Han resistido la influencia de vecinos muy patriarcales, como fue el caso del régimen teocrático-feudal de los lamas tibetanos y del aguerrido imperio chino.

A los 13 años niños y niñas son considerados mayores de edad y los familiares les preparan una ceremonia que los convierte en maduros para tener amantes. Las chicas, a partir de entonces, viven en una habitación separada -edificio de flores- y los chicos continúan en el zuwu con la familia materna. Las relaciones furtivas son las habituales en la aldea. Una mujer de alrededor de treinta años puede haber superado los cincuenta amantes y, en algunos casos, si es atractiva, es probable que haya tenido relaciones con todo el grupo de su edad.

La periodista española Paka Díaz publicó el artículo: Los Mosuo: el último matriarcado (2000), donde relata que, en aquel mundo, el contenido de la palabra celos no tiene el más mínimo significado. La fidelidad es un concepto totalmente ignorado, y ni qué hablar del cuento del “príncipe azul”. Cuando una mujer y un hombre quieren formalizar una relación, deben obtener la aprobación de las venerables ancianas. Así el compromiso queda establecido y pasan a ser algo así como «pololos». Pero eso no implica que vayan a vivir juntos: el hombre puede pasar la noche en la habitación de su amante, pero tiene como norma regresar a su casa materna antes del amanecer. Si el amor entre los amantes se acaba, se separan pacíficamente y buscan otro u otra pareja más adecuada. Aunque tengan hijos, ni los niños ni ningún otro miembro de la familia se referirán al progenitor como padre;  éste los visita ocasionalmente y es tratado con respeto. Son los tíos biológicos de los pequeños los que se ocupan de su seguridad y educación y los niños corresponden cuidando de sus tíos cuando les llega la vejez.

Quien registró sus dos visitas en el libro El reino de las mujeres (2005), fue el médico y periodista argentino Ricardo Coler. Nos cuenta que el sexo se practica de forma abierta y libre, aunque nadie anda comentando sus intimidades. “Intentan dar lugar a que el placer de la mujer, necesitado de tiempo y cuidado, alcance su plenitud”. Entre los Mosuo no existen palabras para los conceptos de asesinato, guerra, violación o cárceles. No hay violencia y son comunes el buen trato y la hospitalidad; no hay lucha por el poder; cada quien trabaja según su capacidad y los bienes se distribuyen de acuerdo con las necesidades de cada cual. Gracias al ambiente tolerante, pacífico y de respeto mutuo, cualquier problema puede resolverse mediante conversaciones y consultas. “Los hombres en las sociedades matriarcales lo pasan bárbaro. Defienden esa cultura, pues todos se benefician y viven bien”, sentencia el periodista.

EL EDÉN MATRÍZTICO

Desde que en 1861 el antropólogo suizo J.J. Bachofen publicó su libro El derecho materno, cada vez más investigadores creen que antes de nuestra era patriarcal –que tendría unos siete mil años de antigüedad- existió un largo período matricéntrico, que habría durado por lo menos unos 30 mil años. Y éste sería el anhelado Paraíso perdido o Época Dorada. Entre los más conocidos continuadores de estas tesis están: L.H. Morgan, F. Engels, B. Malinowski, M. Gimbutas, R. Graves, W. Reich, M. Mead, R. Eisler, y F. Martín-Cano. Erich Fromm intentó caracterizar lo que es común en estas sociedades matrísticas: predominio de la propiedad comunitaria; inexistencia del matrimonio; la mayoría del trabajo es asociativo; respeto al medio ambiente y vínculos pacíficos internos y con los vecinos.

Las razones por las que esa civilización matricéntrica fue reemplazada –y oscurecida- por el patriarcado, es fuente de varias hipótesis, como la expuesta por el biólogo chileno Humberto Maturana. Él cree que la exclusión del lobo en su calidad de comensal -de los rebaños que los habitantes de las estepas euroasiáticas perseguían hace unos diez mil años-, habría generado una cultura de pastores, caracterizada por la apropiación, la guerra y la conquista. Según el psiquiatra chileno Claudio Naranjo, el patriarcado sería una especie de aberración, una ruptura con el equilibrio o armonía cósmica, que al cabo de cinco mil años nos tiene al borde del precipicio, del colapso total.

Por Cristián Sotomayor

El Ciudadano

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