Los cuerpos de los fallecidos en las epidemias: una mirada histórica

Marcelo Valenzuela Cáceres Doctor en Historia de la Ciencia El acto de sepultar a un fallecido es una práctica que encontramos en casi todas las civilizaciones y las culturas a lo largo del tiempo histórico

Marcelo Valenzuela Cáceres

Doctor en Historia de la Ciencia

El acto de sepultar a un fallecido es una práctica que encontramos en casi todas las civilizaciones y las culturas a lo largo del tiempo histórico. Las honras fúnebres son un rito que tienden a remarcar el tránsito de una persona del mundo de los vivos al de los muertos, se encuentran inexorablemente mediada por las normativas sanitarias y religiosas las cuales en algunas ocasiones entran en conflicto y en otros momentos están en concordancia.

En la historia reciente de nuestro continente, durante las dictaduras militares, surgieron distintas agrupaciones políticas y de Derechos Humanos que buscaron los restos mortales de las personas que fueron detenidas, asesinadas y desaparecidas. Estas organizaciones tienen por objetivo dar sepultura sus seres queridos y así intentar cerrar en parte el dolor de la pérdida. En diferentes contextos históricos los seres humanos han deseado sepultar a sus familiares y/o amigos fallecidos, transformándose en una necesidad religiosa, espiritual y también sanitaria. No obstante, hoy que vivimos “tiempos pandémicos” los deberes de los vivos con los muertos cambian velozmente.

Hemos visto a través de los medios de comunicación las impresionantes imágenes de la ciudad de Guayaquil en Ecuador, que ha sido duramente golpeada por el coronavirus y donde los contagiados y los muertos han colapsado hospitales, cementerios y crematorios. En “tiempos normales”, los gobiernos obligan a las familias de un fallecido a una serie de trámites burocráticos, pero, con la actual premura, la administración pública ecuatoriana redujo la documentación exigida para enterrar un cuerpo y sólo pide un certificado de defunción en que un galeno señale el origen del deceso. Algunos habitantes de la urbe ecuatoriana tomaron la decisión de deshacerse de los cadáveres arrojándolos a las calles, enterrarlos en los patios y jardines de las casas e incluso incinerarlos en las vías públicas. Estas dolorosas medidas nos recuerdan a todos las fragilidades de nuestros hábitos y costumbres cuando se encuentran en juego nuestra supervivencia.

Los sucesos de Guayaquil de estos últimos días no han sido únicos y excepcionales, pues otras ciudades en tiempos remotos han vivido situaciones parecidas. Frente a eso, la historia permite una comprensión fragmentaria (pero compresión al fin y al cabo) sobre cómo las ciudades han gestionado la sepultura de las víctimas de una epidemia. El historiador griego Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, dedicó un capítulo a la peste que asoló a la ciudad de Atenas en el siglo V a. C. Y señaló:

“No se sabía qué hacer y se perdió todo tipo de respeto a lo religioso y a lo sagrado. De esta forma, se mutaron todos los ritos que hasta ese momento se habían usado en los entierros, puesto que cada cual enterraba como podía. Muchos recurrían a unos procedimientos que carecían de honra, ya que eran tantos los suyos fallecidos que carecían de todo lo necesario; se acercaban a las piras de los demás y, adelantándose a los que las habían formado, depositaban su muerto y encendían el fuego; otros superponían el suyo al que se quemaba y se iban”.

En otro párrafo de su narración, Tucídides afirmaba que:

“Ni el temor de los dioses ni de las leyes humanas detuvieron a nadie; por una parte, les daba igual mostrarse piadosos o impíos, puesto que veían a todos morir por igual y, en caso de actos criminales, nadie lograba vivir lo suficiente para que tuviera lugar el juicio y pudiera saber su castigo; por el contrario, mucho más pesada era la amenaza por la que ya estaban condenados y, antes de verla abatirse, ellos consideraban justo el disfrutar algo de la vida”.

En estos fragmentos, el historiador nos describe cómo la epidemia provoca el quiebre del orden político, religioso y social de la ciudad. La enfermedad no sólo destruye la vida de los seres humanos, sino también la institucionalidad social. Frente a esa coyuntura excepcional, los individuos realizaron una ritualidad a sus muertos de una manera funcional, práctica y rápida, abandonando cualquier acto con connotaciones simbólica o religiosa, quizás se sintieron agobiados por la podredumbre y “el estrés” de una situación extrema.

Los gobiernos locales o imperiales intentaron gestionar y administrar la sepultura de los cuerpos en tiempos de epidemia, buscando mecanismos para sacarlos de la ciudad. En el siglo II d. C. , una peste azotó al entonces poderoso Imperio romano. En el libro Historia Augusta (escrita por varios historiadores romanos), en el capítulo correspondiente al gobierno del Emperador Marco Aurelio (durante su mandato se sufrió esta peste) consta que este dictó algunas leyes restrictivas para la inhumación y las sepulturas, prohibiendo que se construyeran desde el capricho personal. En este caso, el poder civil intentó crear un mecanismo para gestionar la sepultura de los cientos de cuerpos que aparecían en las ciudades y los puertos afectados por la epidemia.

Durante la famosa peste negra que azotó Europa en el siglo XIV, según Georges Vigarello y Jacques Le Goff, las urbes europeas no eran espacios acorde a los cánones higiénicos actuales. Las ciudades se encontraban llenas de basura, olores de alcantarillado y ratas por doquier, y fueron estas últimas quienes finalmente se encargaron de extender la peste. Las ciudades europeas, debido a la infraestructura que tenían en aquel entonces, se convirtieron en un perfecto foco de infección para sus habitantes.

Los muertos a consecuencia de la peste eran recogidos por carros dispuestos por los gobiernos urbanos, mientras que los integrantes de la familia eran quienes debían sacar el cadáver para que se lo llevaran a tumbas colectivas al interior de las iglesias o en fosas comunes fuera de la ciudad. Para la mentalidad de la época, las personas consideraron que esta medida no era el ideal de sepultura para sus deudos, pues no se realizaban los ritos cristianos para la despedida del cadáver. Sin embargo, la necesidad imperiosa de deshacerse de los cuerpos por las infecciones y los “miasmas” obligaron a las familias a tomar esa difícil decisión.

La actual pandemia, que afecta al mundo desde enero de este año, nos obliga a repensar y reestructurar no sólo nuestros hábitos familiares, laborales y sociales, sino también nuestros ritos y procedimientos para un fallecido. Según hemos observado en las pestes a lo largo de la historia, la muerte es una consecuencia que afecta a las personas y las instituciones sociales en su conjunto. Debido al aumento de fallecidos por el coronavirus, los gobiernos estatales y comunales han debido gestionar su sepultura o cremación.

Los Estados que se han vistos afectados por la alta tasa de mortandad han gestionado la despedida del cuerpo de una forma técnica y funcional. Las personas hospitalizadas esperan la muerte con el arsenal tecnológico que puede facilitar el sistema sanitario contemporáneo, pero también en la más completa de las soledades. En Italia algunos de los hospitalizados se pudieron despedir de sus familias por medio de una tablet. Los familiares y los amigos del fallecido por coronavirus no pueden asistir al funeral porque dicho acto se puede transformar en un foco de infección. La soledad embarga al cuerpo inerte, que es sepultado o incinerado sin ninguna ritualidad y ceremonia.

El gobierno ecuatoriano perdió la capacidad técnica de dar sepultura a los muertos, siendo las familias quienes tomaron la medida de abandonar en la calle o incinerar el cuerpo inerte de un padre, madre, hija o abuela. Quizá sea un acto de indignidad religiosa y emocional con el cadáver y también una falta a las normativas sanitarias, pero es un acto de dignidad en beneficio de los sobrevivientes, porque dicha acción evitará que “los miasmas” de la Covid-19 continúen con su espiral de destrucción de seres humanos. Los habitantes de Guayaquil, desesperados, temerosos y apenados, optaron por una solución que permitirá restringir el contagio y por ende preservar su salud.

Las pestes a lo largo de la historia han forzado a las autoridades estatales y a los ciudadanos a tomar “medidas excepcionales” para sepultar a los muertos y los tiempos actuales del Covid-19 no han sido diferentes. Hemos observado por televisión como se han sepultado a los muertos de la pandemia en fosas comunes en Nueva York, en los patios de las casas en Guayaquil o trasladándolos a otras ciudades en camiones militares como sucedió en Bérgamo. En definitiva, las lecciones del pasado nos indican que los seres humanos durante las epidemias han priorizado la higiene pública sobre las ceremonias fúnebres a los fallecidos, decisión que permitió la sobrevivencia de las personas en los tiempos pasados y en los actuales.

* La imagen corresponde al cuadro El triunfo de la Muerte del pintor flamenco Pieter Brueghel, realizada hacia 1562, poco tiempo después de la peste negra.

Síguenos y suscríbete a nuestras publicaciones