“La justicia del enemigo es parte del campo de batalla” — Jacques Vergès
En el teatro político de la historia, hay momentos en que el tribunal del poder deja de ser una mera instancia jurídica y se transforma en el escenario donde se revela —o se desenmascara— el carácter de una lucha. En ese umbral aparece la noción del “juicio de ruptura”, teorizada por Jacques Vergès, abogado del Frente de Liberación Nacional (FLN) argelino, defensor de nazis reciclados y de revolucionarios de medio mundo, pero, sobre todo, pensador de una categoría que trasciende al derecho y que permite comprender lo que significa un acusado que se niega a pedir perdón, que no se somete, que acusa en vez de defenderse.
El “juicio de ruptura” no es simplemente una estrategia legal. Es una intervención política total, que asume el tribunal como un espacio de combate y pone en cuestión la legitimidad misma del poder que juzga. No busca que el acusado sea exculpado según las normas del enemigo, sino que se desate la contradicción entre justicia y legalidad, entre opresores y oprimidos.
Trotsky, en los tribunales del zarismo, convirtió su juicio en una tribuna para denunciar la barbarie autocrática. Fidel Castro, en su alegato “La historia me absolverá”, se negó a aceptar su papel de reo común y se proclamó acusador de una dictadura vendida al imperialismo. Ahmed Ben Bella, del FLN, enfrentó a los colonizadores franceses sin claudicación, reivindicando su guerra revolucionaria como legítima. El argentino Enrique Gorriarán Merlo —uno de los ejecutores de Somoza— durante sus juicios en democracia, declaró que lo juzgaban por haber querido liberar a su pueblo del genocidio dictatorial. En todos estos casos, el juicio fue la escenificación de una ruptura con el orden que se pretendía natural, inviolable.
En el Chile actual, dos nombres resuenan con fuerza dentro de esta tradición: Mauricio Hernández Norambuena y Héctor Llaitul Carrillanca.
Ambos, prisioneros del Estado chileno, han sido construidos como emblemas del “enemigo interno”. Pero lejos de replegarse o negociar su arrepentimiento, han asumido su condición de presos políticos como una forma de continuidad de la lucha revolucionaria y anticolonial. A ellos debemos definirlos como presos políticos, lo que, en términos rigurosos, significa una persona privada de libertad no por delitos comunes, sino por su participación en actividades políticas, sociales o ideológicas que desafían el orden establecido. Esta categoría abarca a quienes han ejercido o promovido acciones —legales o ilegales— que surgen de una lógica de confrontación política con el poder, y cuya detención busca castigar su pensamiento o militancia.
El preso político no está en la cárcel por lo que “hizo” según la ley del opresor, sino por lo que representa: una amenaza viva al sistema que lo encierra.
Hernández Norambuena —“Ramiro” del Frente Patriótico Manuel Rodríguez—, secuestrado ilegalmente desde Brasil, incomunicado durante años, condenado en juicios viciados, ha mantenido una línea inquebrantable de denuncia contra el régimen político surgido del pacto de la transición. Ha rechazado salidas de compromiso y ha denunciado tanto a la derecha como al reformismo por mantener las estructuras de la dictadura intactas. Su sola presencia en la cárcel es un recordatorio de la insurrección inconclusa, de una memoria silenciada.
Por su parte, Héctor Llaitul, líder histórico de la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM), ha sido condenado por el Estado chileno por delitos de opinión asociados a la Ley de Seguridad del Estado, elementos que evidencian no sólo la opresión estructural del pueblo-nación Mapuche, sino también el uso del aparato jurídico como dispositivo de guerra. Su reciente reclasificación como reo “de alto compromiso delictual” no responde a hechos delictivos concretos, sino a su postura política irreductible. Llaitul no niega su participación en procesos de resistencia de su pueblo, sino que los reivindica como parte de la lucha por la autodeterminación Mapuche. Su voz, como la de Ramiro, no pide indulgencia ni perdón: acusa, denuncia y combate.
Ambos casos constituyen hoy un ejemplo vivo del juicio de ruptura. No en el sentido estricto de la sala judicial, sino en el terreno más amplio de la confrontación política. Hernández Norambuena y Llaitul se niegan a ser tratados como delincuentes comunes porque su acción se enraíza en una historia colectiva de resistencia. Porque sus actos están motivados por una ética revolucionaria, no por la búsqueda de beneficio personal. Porque su prisión es política, y su palabra —cuando el Estado permite que se escuche— tiene más potencia que mil discursos parlamentarios.
Lo que está en juego aquí no es sólo la suerte de dos individuos, sino el modo en que se enfrenta al poder y se encarna la ruptura. Mientras la izquierda institucional se adapta, negocia y maquilla las estructuras del capital y el Estado colonial, estos prisioneros representan una alternativa real: la posibilidad de no ceder, de no callar, de no legitimarse en el lenguaje del enemigo. Por eso sus casos son silenciados, deformados o tergiversados en los medios del capital.
En un país donde se pretende reducir el conflicto social a una cuestión de “inseguridad” y “criminalidad”, los juicios de ruptura son una herida abierta en la legalidad burguesa. Son el recordatorio de que hay otra justicia —la justicia de los pueblos en lucha— que aún respira bajo el cemento de la dominación. Y es esa justicia la que Hernández Norambuena y Llaitul invocan no como promesa abstracta, sino como práctica viva de rebelión.

En ellos, como en figuras tan disímiles como Trotsky, Fidel, Ben Bella o Gorriarán, se encarna la convicción de que el enemigo no tiene derecho a juzgar. Que el juicio es el campo de batalla. Que quien se atreve a desafiar el orden impuesto no debe defenderse, sino atacar. Porque, como dijo Fidel: “Condenadme, no importa. La historia me absolverá.”
Y con ellos, es la historia de los explotados la que aún interpela a la justicia del opresor.
Por Gustavo Burgos
El Porteño, 29 de julio de 2025.
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