Mi vecino era espía

Parece mentira que diez «durmientes» agentes rusos hayan sido capturados en Estados Unidos y más aun que fuesen canjeados con tanta facilidad

Por Wari

13/08/2010

Publicado en

Columnas

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Parece mentira que diez «durmientes» agentes rusos hayan sido capturados en Estados Unidos y más aun que fuesen canjeados con tanta facilidad. Quién sabe qué hay detrás de todo ello, pero el espectáculo hizo rodar la imaginación y la memoria a los tiempos en que los combatientes revolucionarios de todo el planeta miraban hacia la estrella escarlata y brillante de la Unión Soviética.

Los medios anglosajones describen irónicamente a los diez “agentes” metiendo permanentemente la pata con métodos artesanales indignos de las proezas de los legendarios agentes soviéticos de aquel tiempo no lejano. Estos -dicen-, no son comparables al coronel soviético Rudolf Abel (William Fisher), aquel que pasó diez años obscuros detrás del mostrador de un estudio fotográfico en Brooklyn, construyendo una red de informantes, hasta que cayó preso en 1957 por delación de un tránsfuga. Abel-Fisher, un profesional, nunca dijo una palabra a su favor; tampoco admitió jamás culpa alguna, y fue intercambiado en 1962 por el piloto norteamericano Gary Powers, derribado por un misil cuando espiaba desde el aire a la URSS (el soldado de 18 años que disparó el misil era un lector de Pablo Neruda).

Un ruso dijo en la BBC que los diez, en lugar de ser premiados con pensiones y viviendas, debieran ser juzgados por haberse dejado capturar. El punto es clave, pues la captura de un agente, o de un combatiente clandestino, es la evidencia de un fracaso, y detrás de los fracasos siempre hay responsables, generalmente la persona más débil del grupo conspirativo. Así le ocurrió a Fisher en Brooklyn, y también a Richard Sorge, el agente soviético-alemán que anticipó desde Japón la fecha exacta de la invasión alemana a la URSS. Un periodista seductor, buen bebedor y aficionado a las motos, Sorge murió en la horca gritando que no se arrepentía de nada y que viva la URSS.

Hay uno a quien no le ocurrió nada de eso y murió pacíficamente en Moscú, y tal vez por eso es menos famoso que sus colegas. Se trata de Ioisif Grigulevich, un lituano criado en Argentina que llegó a ser embajador de Costa Rica en Italia y Yugoslavia durante la post-guerra. Dicen que con la ayuda del escritor comunista costarricense Joaquín Gutiérrez, el conocido director de la editorial Quimantú que en los años de la Unidad Popular mostró que cuando los libros son baratos la gente lee. Incluso en Chile.

La vida de Grigulevich es un poema que relata el escritor y periodista ruso Nil Nikándrov en su libro El agente con suerte. Tras misiones en la guerra civil española y en México, en 1940 Grigulevich fue enviado a Argentina, donde, con la chapa de «Arthur», organizó una red de sabotaje antifascista para contrarrestar la influencia nazi en la región. Con redes en Uruguay, Brasil y Chile. Incendios en barcos y bodegas con materias primas destinadas a Alemania testimonian la efectividad del sabotaje, combinado con movidas políticas, información y propaganda. En Chile, Arthur estableció una fábrica de documentos falsos suministrados a antifascistas europeos que se fueron a la lucha clandestina y guerrillera en Europa.

Un día de 1952, Teodoro B. Castro, -embajador costarricense en Roma-, desapareció con su esposa mexicana Laura Araujo y de él nunca más se supo. En Moscú, poco tiempo después, empezó a brillar un académico experto en América Latina, de curriculum confuso, de nombre Grigulevich, a quien muchos chilenos exiliados conocieron y apreciaron por su trabajo académico y sus actividades de solidaridad con Chile, hasta su muerte en 1988. Fue autor de las primeras biografías de Ché Guevara y Salvador Allende. Publicó 58 libros, ninguno de ellos dedicado al espionaje.

Uno no puede dejar de sentir simpatía por esos rusos, y sobre todo por la periodista peruana Vicky Peláez, autora de numerosos artículos en defensa de Cuba y de los cinco agentes cubanos que infiltraron los grupos terroristas basados en Miami, y por eso están presos en los Estados Unidos.

Las metidas de pata en el Facebook y en las relaciones sociales de los diez “agentes” demuestran que no son fríos profesionales al estilo Abel-Fisher, sino más bien aventureros entregados a alguna causa -o al placer-, al estilo Grigulevich y Sorge, capaces de vivir varias vidas y de divertirse. Que el esposo ruso de Vicky se llamara «Juan Lázaro» sólo puede avivar la imaginación. Y las chambonadas son parte esencial del trabajo de los espías, la mayoría de los cuales, según Graham Greene, viven atormentados porque no encuentran secretos en ningún lado.

Quién sabe cuántos «durmientes» hay en el planeta y cuántos espías reales, inventados o frustrados viven entre nosotros, viendo conspiraciones y mandando informes a su «centro» con las tonteras que uno escribe. Ojalá les crean.

Por Alejandro Kirk

Polítika N°3, segunda quincena julio 2010

El Ciudadano N°84

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