Volvamos a No-Obrar

Uno de los factores que nos condujo a la crisis ecológica del presente es netamente cultural y tiene que ver con la cosmología antropocéntrica

Uno de los factores que nos condujo a la crisis ecológica del presente es netamente cultural y tiene que ver con la cosmología antropocéntrica. Ante esto proponemos rescatar el ideal Taoista del no-obrar; de aquí extraeremos lo que consideramos una suerte de antídoto cultural para la crisis actual: una cosmología que impulsa a una vida coherente y humilde.

Nos encontramos como humanidad ante la tremenda contradicción de estar destruyendo (más allá de toda posibilidad de recuperación)  aquello de lo que somos sólo una parte, aquello que nos sostiene, que nos permite existir: la naturaleza. ¿Por qué y cómo llegamos a esto? Exactamente no lo sabemos y no lo sabremos jamás, pero sí podemos marcar ciertas tendencias históricas; ciertos errores del pasado y del presente que han de una manera u otra aportado a esta crisis (aunque ninguno de ellos agote la explicación).

Aquí queremos argumentar que uno de los factores que nos condujo a la crisis ambiental y que nos mantiene en ella es netamente cultural y tiene que ver con la visión de mundo antropocéntrica y enfocada en el progreso que caracteriza a occidente desde el los albores de la ciencia moderna, pero que hoy se ha expandido por todo el globo como la más peligrosa de las enfermedades. Creemos que esta visión de mundo debe ser matizada y domada por principios de cautela y de cuidado, por las fuerzas receptivas yin que han sido pisoteadas y olvidas a favor de la civilización y el “progreso”.

Estos valores y perspectivas olvidadas las encontramos en las culturas originarias, es una sabiduría ancestral compartida por aquellos pueblos que vivieron en contacto directo y constante con la naturaleza. Nos centraremos en esta ocasión en una de estas culturas en particular, la Taoísta de la China ancestral. De aquí extraeremos lo que consideramos una suerte de antídoto cultural para la crisis actual: una cosmología que impulsa a una vida coherente y humilde.

Lo que buscamos dejar atrás es ese exacerbado ego de especie que hemos ido cultivando por milenios. Somos quizá, bajo muchas de nuestras clasificaciones, la más racional de las especies; pero no somos de ninguna manera la más imprescindible (sin nosotros la mayoría de los ecosistemas perdurarían, pero no sin plancton, por ejemplo).  Sin duda tenemos un gran poder, pero eso no nos da un derecho especial por sobre los demás seres.  ¿Por qué sino por mero egoísmo y conveniencia nos pusimos a nosotros mismos como el centro de todo? ¿Qué podría justificar una postura tal? Lynn White (en la foto) cree poder dar una respuesta a estas interrogantes.

En 1967 Lynn White Jr. escribió un polémico artículo (The Historical Roots of Our Ecologic Crisis)  en que culpaba a la cosmología antropocéntrica de las religiones cristianas de la crisis ambiental. White postula que “[l]a ecología humana está profundamente condicionada por nuestras creencias acerca de nuestra naturaleza y nuestro destino –es decir, por la religión” (White, 1967, p. 44).  A esto agrega que “[e]specialmente en su forma occidental, el cristianismo es la religión más antropocéntrica que el mundo haya visto” (White, 1967, p. 44). Para los cristianos Dios crea al hombre a su imagen y semejanza y luego en la figura de Jesucristo, Dios mismo se hace hombre. Esto lleva a creer  que el ser humano comparte la trascendencia y la divinidad del ser supremo. Así se establece un dualismo, una separación entre el hombre (sagrado, divino) y la naturaleza (dada al hombre para su uso y explotación).

Esta cosmología es contrastada por el autor con aquella de las religiones ancestrales animistas de los pueblos originarios. Para estos pueblos, cada árbol, cada primavera y cada cerro tenía su propio genio loci, su espíritu guardián (cf. White, 1967, p. 45).  Esta descripción calza con lo que sabemos de culturas arcaicas americanas como la Moche (Perú 100 al 800 dc) por ejemplo,  ésta postulaba la divinidad de los cerros pues se creía que en ellos rondaban espíritus.  Bajo este paradigma, cada vez que se tomaba algo de la naturaleza había que hacerlo con respeto y alabanza a aquellos espíritus. Más aún, los dioses se expresan en los fenómenos naturales por esto se le reza y rinde culto a la naturaleza, pues esta es entendida no sólo como el sustento de la vida animal en general, sino que como una fuerza superior y trascendente.

White cree que la corriente cristiana monoteísta empujó en un sentido contrario, postula que el cristianismo desacralizó la naturaleza poniendo a la divinidad fuera de ésta, fuera del mundo sensible y más allá de él. El ser humano, única criatura realmente sagrada, tiene a su disposición al resto de la naturaleza que existe para ser manejada en función del beneficio humano. White cree que esta manera de pensar impulsó  una nueva manera de relacionarse con el entorno: la de la ciencia moderna. Bajo el nuevo paradigma la naturaleza pasa a ser un mero objeto de estudio. Mientras más se sabe sobre ella más puede ser utilizada y transformada por el hombre.

Ahora, debemos entender que lo que White critica no es cristianismo en sí, sino el antropocentrismo que fue promovido por sus adherentes. Podría postularse que la lectura antropocéntrica no es verdaderamente fiel al mensaje cristiano. Cabe destacar que el mismo White rescata una corriente más inclusiva dentro del cristianismo, a saber: la vía de San Francisco de Asís, quien de manera implícita postulaba que todos los seres animados tenían almas (panpsiquismo)  y se comunicaban con Dios (cf. White, 1967, p. 47).

Mas allá de esto, también vale la pena apelar a la interpretación del mito del paraíso (capítulos II y III del Génesis) de Gastón Soublette (en la foto). Aquí, según este autor, se muestra que “la vida, básicamente como Dios la da, en contraste con la inventiva humana, es perfecta” (Soublette, 1990, p. 15)  y que “el pecado por excelencia… consiste en seguir la escuela de la sabiduría de los dioses civilizadores del paganismo por cuyo mandato e inspiración se han levantado gloriosos imperios”(op. cit., p. 15). En este sentido el cristianismo en sí mismo no impulsaría al progreso por medio de la ciencia, sino que sólo una mala interpretación de ese progreso.

De todas maneras este es un problema teológico que nos supera y el espíritu de este estudio no es crítico, ni tampoco estamos en busca de los supuestos culpables de la crisis actual. El esfuerzo de este ensayo es el de afirmar un nuevo ideal, una nueva cosmología que nos permita trascender las limitaciones y las contradicciones del antropocentrismo actual. Para esto iremos lejos en el tiempo hacia un pasado remoto y lejos también en el espacio hacia la otra faz de la tierra. Nos concentraremos en el principio del no-obrar de la sabiduría China Taoísta de Lao Tse que se encuentra en su obra el Tao Te King (Libro del Tao y su Virtud).

Como bien explica Soublette, este libro fue escrito en una época crucial para la historia china, “en los siglos de decadencia del antiguo Imperio, y más exactamente, de la civilización creada por la dinastía Tchu (1122-255 a. C.)” (Soublette, 1990, p. 3). Fue esta la caída de un tremendo gigante, pues el antiguo Imperio era algo así como lo que hoy llamaríamos una  “gran potencia” (cf. op. cit., p. 3).

En este contexto Lao Tse recupera la sabiduría de los reyes ancestrales, aquellos que vivieron en un pasado mítico y paradisíaco. El va a promover un ideal de vida humilde en comunión con la naturaleza y al mismo tiempo va a denunciar el carácter disociador de la empresa civilizadora que rompe con el orden natural (cf. op. cit., p. 6). Conjuntamente, la cultura Taoísta es cosmocéntrica, “defiende una visión inclusiva y holista de todas las formas de existencia” (Lai, 2001, p. 27). Se postula que la jerarquía no es una característica inherente al orden natural, la imposición de ésta en la naturaleza es presentada como arbitraría, dañina y engañosa (cf. Lai, 2001, p. 33). Así se abre una atmósfera de respeto para con todos los seres. Este ideal es precisamente el principio del no-obrar. Aquí nos apoyamos en la elocuente explicación de Soublette:

Inserto en el orden nativo del mundo, el hombre tiene como supremo imperativo conocer ese orden e integrarse a él. En eso consiste el verdadero conocimiento. En ese sentido el comportamiento sabio es lo que Lao Tse llama no-obrar, vale decir, el no interferir, pues en el supuesto de que el orden nativo es perfecto, ningún expediente de la inventiva humana puede igualarlo o remplazarlo… (Soublette, 1990, p. 10)

El no-obrar es entonces un principio de modestia, del reconocimiento de lo superfluas e insignificantes que son las construcciones humanas frente a la naturaleza. Más aún, la actitud humilde es enaltecida como una verdadera fuente de grandeza: “El sabio realiza grandes cosas/ y por eso alcanza la grandeza” (Lao Tse, 1990, LXIII).  En esta manera de ver las cosas también se enfatiza la fragilidad del mundo natural: “El imperio es un vaso sagrado/ que nadie tiene el derecho de manipular./ Quien lo manipula lo arruina… (Lao Tse, 1990, XXXIX).  Como bien explica Soublette estos versos expresan que el mundo “es un organismo o complejo de vida extremadamente delicado en su justo equilibrio. Delicadeza que se acentúa ante la posibilidad de que el hombre lo interfiera y desarticule” (Soublette, 1990, p. 105). Toda alteración a este orden “trae consigo confusión, sufrimiento y muerte” (Soublette, 1990, p. 10). Hay a la vez un rechazo al exceso, a la extravagancia y a la grandeza, a esto se oponen los ideales de mesura y  la ausencia de deseos (cf. Lao Tse, 1990, XXXIX).

Proponemos retomar esta cosmología pues hemos visto cómo sus advertencias no eran vanas, no hay cómo negar la confusión, el sufrimiento y la muerte que las empresas civilizadoras han traído consigo. Sin duda no creemos que sea posible ni aconsejable que como humanidad volvamos a vivir como nuestros ancestros, por un evidente tema de proporciones eso ya no es siquiera posible. Lo que proponemos es traer al momento presente, al mundo de hoy los valores del pasado. Matizar nuestra necesidad de progreso con un principio precautorio, con un principio de respeto para con otras formas de vida; partiendo de la base de que no sólo el ser humano tiene valor en sí mismo, sino que lo comparte con las demás formas de vida.

Suavizar a la vez nuestro afán consumista con la valoración de aquello que tenemos, de lo simple, de lo pequeño por sobre lo grande y lo excesivo. Sobretodo queremos rescatar la humildad que llama a no-obrar, a deshacerse de la fantasía de que la tecnología humana puede mejorarlo todo y debe entrar a manipular y alterar  cada parte del universo que esté a su alcance.

La idea es que como humanidad podamos mejorar nuestras condiciones de vida (y con esto me refiero a las condiciones de vida de los menos aventajados), sin acabar con otras formas de vida, progresando de manera coherente y conciente. La energía y creatividad de la ciencia y la tecnología actual debe ser acompañada de un principio precautorio de cuidado y de respeto. Esta es la única manera en que encontraremos armonía en nuestro actuar.

Para terminar nos quedamos con esta simple reflexión: solíamos simplemente ser, en comunión con el entorno, ser sin tratar de llegar más allá con esa insaciable hambre de más y más aún, que hoy nos domina. Solíamos ser. Ahora vamos, vamos y vamos. Volvamos. Volvamos a no-obrar.

BIBLIOGRAFÍA:

1) Lao Tse, Tao Te King, versión castellana y comentarios de Gastón Soublette, Cuatro vientos editorial, Santiago, Chile, 1990.

2) Dale Jaimison, Guia de estudio del curso Environmental Ethics de la NYU, dictado el 2007

3) Lynn White, The Historical Roots of Our Ecological Crisis (1967), en  Frederik A. Kaufman, Fundations of Environmental Philosophy, Mc Graw Hill, New York City, USA, 2003.

4) Karlyn L. Lai, Clasical China, en  A companion to environmental philosophy, Editated by Dale Jamieson, Blackwell, Malden, USA, 2001.

por Xaviera Ringeling

Filosofía UC

Verdeseo.cl

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